Todos los imperios han dejado su impronta cultural sobre los pueblos que han convenido a su influencia. Y los tiempos actuales no son ajenos a esa misma circunstancia.Mientras que hasta el siglo XIX los imperios se extendían por le dominio del poder político, en el siglo XX los imperios se articulan desde el poderío económico. La vinculación podrá ser menos pragmática con relación a la de soberanía, pero mucho más real de dependencia efectiva.Con independencias de las relaciones económicas o de poder que se den entre o desde los imperios actuales, es interesante analizar la penetración de una cultura que, pareja a la actividad económica, se difunde en las sociedades vecinas.Con el desarrollo trepidante de la sociedad norteamericana en el siglo XX, y su ascensión como potencia económica hegemónica, el carácter de su cultura ha venido a difundirse como deslumbrante y portadora de éxito.Ahora bien ¿Es lícito hablar de una cultura americana? En principio la colonización de esas tierras importó una cultura de hondas raíces europeas, formando un todo en una única denominada cultura occidental. El problema se plantea cuando se vislumbra que desde la irradiación por el imperialismo norteamericano se produce una distorsión entre la imagen exportada desde Europa y la hoy reflejada proveniente de Norteamérica.Por ello, se va haciendo impropio hablar de una cultura occidental, porque cada vez se observa un mayor distanciamiento entre la cultura raíz europea y esa otra vertiente de la cultura occidental que a pasos agigantados se difunde desde el coloso americano.No sólo son patentes las diferencias culturales en la expresión artística, valga como ejemplo el modo de hacer cine, sino también en la sensibilidad política, en la valoración de la naturaleza, en el concepto mismo de sociedad. Matices no siempre fáciles de deslindar, por cuanto de intensidad tiene el influjo americano.Frente a la cultura de la razón, fundamento raíz del pensamiento europeo, germinada por la especulación filosófica desde hace más de dos mil quinientos años, en la cultura americana se detecta una inclinación por la cultura de la sensación, incapaz de controlar su propio destino, dejándose sorprender por cuanto de nuevo se plantea destellante a los sentidos.Nueva cultura para un nuevo tiempo, parece rezar el lema americano; un tiempo de evolución trepidante en que el hombre pasa de modelar el mundo a sobrevivirlo, sin tiempo para la contemplación, ni para reflexionar sobre sí mismo.Frente a la idea, es la imagen quien se ha constituido motor del proceso intelectual. La inmediatez de la imagen provoca una acelerada actividad sensorial, que impregna al intelecto de una extraordinaria agilidad denotativa. El hábito se constituye en el marcador fundamental del proceso volitivo.Incluso en el lenguaje habitual se trasciende esa tendencia. Cada vez es más frecuente escuchar frases como he tenido muy buenas sensaciones. La valoración de una experiencia se expresa así más por el mero sentimiento que por un juicio. Sobre la reflexión que supone el conocer que se conoce, las sensaciones se emparejan en mayor medida con los sistemas de conocimientos sensibles, puro reflejo en la mente de las imputaciones exteriores.La influencia de esta perspectiva cultural americana no tendría más importancia ni no fuera por su enorme influjo sobre la filosofía social. En la medida que el proceso intelectual del hombre se pliega a un sistema sensorial, el sujeto se hace mucho mas influenciable, mucho menos crítico, lo que le conduce a ser mucho más manejable, estandarizándose en gran parte su comportamiento y aviniéndose a pautas preestablecidas.Sus consecuencias, desde hace años, se proyectan en la economía de la sociedad de consumo, prototipo cultural americano exportado hasta donde haya llegado su influencia de poder. Ahora nos queda preguntarnos si es ese el sistema que deseamos para el desarrollo de nuestro mundo; y si no, por donde habríamos de comenzar a desmadejar la madeja.Es muy probable que si no se contestan los difusos pero arraigados soportes de la cultura norteamericana, no sólo nos encaminamos hacia una globalización de la economía, sino fundamentalmente a una domesticación de la sociedad universal.