EL QUICIO DE LA EDUCACIÓN
La tarea más importante del individuo y la sociedad después de garantizar la pervivencia de la especie por la reproducción es la de la educación. En la medida que el hombre razona, relacionando las experiencias sensibles con contenidos intelectuales, lo que constituye el saber, puede y debe trasmitir ese patrimonio cultural a las futuras generaciones como un don de la especie.Educar es fundamental par construir sobre el saber acumulado, pero, en la medida que cada hombre es libre y, por tanto, reinterpreta la realidad que le envuelve, la formación intelectual no se corresponde con la erudición sino con la familiarización con hábitos que propicien la comprensión de la verdad de la ciencia en el entorno global.Todo conocimiento no es un hecho aislado sino un saber parcial sobre una realidad cuya predicación se realiza en le perspectiva de que cualquier entidad constituye un algo determinado en el todo. Cualquier conocimiento se integra como un acto de verdad con relación a un sistema absoluto o cósmico.Una parte importante de los contenidos de educación son para trasmitir los contenidos de verdad concernientes a la relación de los hombres entre sí, o sea, a los fundamentos sociales del hombre. Es en éste ámbito donde la filosofía social adquiere un papel trascendente para que la educación se formalice sobre criterios de verdad realmente naturales y no sobre interesadas apariencias de verdad.Una primera reflexión previa sería si realmente educamos, o sea, enseñamos contenidos que juzgamos verdad o, por el contrario, prescindimos del trabajo de enseñar y dejamos que la única educación que prestamos sea la contemplación por parte de la nueva generación de nuestros hábitos adquiridos, que muy probablemente ni siquiera se corresponden a los principios de naturaleza de la especia. En esa situación no sólo no estaríamos educando sino que estaríamos procediendo a maleducar.Desde esta perspectiva se puede incidir en una segunda reflexión que parece determinante para la futura actitud social de la persona: ¿Educar para triunfar? o ¿educar para ser solidario?.Esta disyunción que aglutina alguno de los aspectos más diferenciadores de algunas políticas educativas se sugiere no sólo a nivel estatal sino en el mismo ámbito de pareja al cuestionarse el modo de cómo orientar la formación de sus hijos.Triunfo, solidaridad, sintetizan los dos tipos primarios de relaciones sociales: relaciones de dominio y relaciones de servicio. Cualquiera de ellos que se estime prioritario en la vida práctica marca la conducta ética de cada persona o grupo social. De ahí fácilmente se infiere el que la educación que presta ese grupo fije como preferente el triunfo o la solidaridad.En la medida que la sociedad de la competitividad gana fieles en el mundo, se va relajando la perspectiva de servicio en las relaciones sociales. El individualismo se convierte en el compañero de viaje del hombre que antepone su propio éxito a la proyección social de su persona. Las relaciones humanas quedan sometidas al interés.El gran problema se plantea a la hora de elegir como diseñar los principios rectores de la educación que prestamos. La natural tendencia a proyectar la propia personalidad en los demás -ocultando tantas veces la decepción interior- hace que se personalice como el mejor proyecto educativo la condición de competitividad que propicie en los niños y jóvenes el cultivo de factores que favorezcan la ambición de éxito personal.Sin embargo, construyendo desde el más genuino fundamento natural de la sociabilidad del hombre, toda la educación debería girar sobre el quicio de la solidaridad, o sea, de la realización de la persona en el servicio a los demás. La preeminencia del valor de las relaciones de servicio sobre las relaciones de dominio conduce a una continua exigencia de que la solidaridad, la amistad, la lealtad, el amor a la verdad, la justicia, el compartir, el diálogo, la no-violencia, etc. sean los contenidos esenciales de todo el proceso educativo.En el sustrato de toda política de educación, privada o publica, debería estar la convicción de que el hombre alcanza su fin de felicidad no cuando acumula bienes sino -como ya sentenciaban algunos filósofos medievales- en la virtuosidad que le hace construir el bien común.