ENTRE PERSONAS
La comunicación permite a los seres vivos capacitados de los correspondientes órganos sensibles la trasmisión de experiencias mentales, pero no justifica la valoración que pueda tenerse de los sujetos y contenidos de la trasmisión. Fruto del contacto derivado de la comunicación es la confirmación de la sugerencia que los sentidos externos nos ofrecen respecto de la existencia de seres semejantes a nosotros. Sobre esta idea mental se desarrolla todo el ámbito de la relación con los demás; nos consideramos capaces de sostener intercambios mentales superiores a las simples experiencias de que la comunicación funciona, de que entendemos y somos entendidos, habiéndose realizado una trasmisión de abstracciones personales o pensamientos. Esto se desarrolla de forma tan natural en la primera edad, que apenas percibimos la trascendencia que para nuestra vida supone el que podamos relacionarnos a un nivel superior del contacto físico. Pero la experiencia de la comunicación apenas nos aporta conocimiento del valor del interlocutor si no es por la semejanza o contraste que se establece respecto a la propia percepción subjetiva. Entendemos que los demás seres humanos son lo que son en referencia al propio conocimiento que hemos desarrollado de nuestra peculiar forma de ser. El propio ser se constituye en modelo ejemplar para la comprensión de la naturaleza de las demás personas más allá de lo que los sentidos nos trasmiten de sus rasgos sensibles. Esta imagen propia va ha suponer de hecho un referente de suma importancia, porque del valor que hayamos concedido a nuestro propio ser estará marcada la relación con nuestros semejantes. En la medida del valor que confiramos a nuestra persona, atribuiremos a los demás un valor en el marco de la sociedad.
El punto de partida para la consideración de las relaciones sociales como un sistema de respeto de derechos humanos surge del valor de la propia identidad. Sería mentalmente muy dificultoso el adscribir un derecho fundamental a alguien si previamente no tenemos interiorizado ese derecho como propio. Por eso, no es banal el concepto que cada cual tiene de sí mismo, sino de gran trascendencia para toda la sociedad; hasta tal punto, que se podría afirmar que la degradación social es consecuencia de la degradación personal o pérdida de la autoestima esencial.
La reflexión filosófica sobre la persona, su naturaleza, su fin, constituye el diagrama de contenidos de mínimos que se debe exigir al marco de las relaciones sociales. Lo que ocurre en la aplicación de esa concepción teórica es que, en la práctica, se encuentra muy condicionada por la existencialidad de la persona. Según y como las personas se comportan forman su imagen personal, que será la norma práctica sobre el juicio que les merezca aplicar a los demás en las relaciones sociales. Proporcionalmente a cómo una persona cuestione la vigencia o trascendencia de sus valores, así cuestionará en los demás los derechos que de ellos derivase.
De aquí se sigue que el cuadro de mínimos de referencias éticas para tratar a los demás con el respeto que merecen como personas se deriva casi siempre de la propia estima. Allá dónde cuada cual haya perdido la conciencia de la propia dignidad, se puede esperar una respuesta irresponsable en el trato con las demás personas, ya sea en el ámbito profesional, familiar, etc.
La degradación de cada sujeto como elemento de la sociedad siempre reporta trascendencia colectiva. A mayor consideración de los valores específicos de la persona que cada individuo interiorice, mayor probabilidad existirá de que el colectivo en le que se integre aprecie más los derechos universales a respetar. De la generalización de esto se desprendería de que cuanto más humanas son las filosofías que sostienen los hábitos de pensamiento de una generación, más fácil es que se desarrolle una conciencia de tolerancia y respeto, que propicie efectivamente unas adecuadas relaciones entre personas.