PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 15                                                                                                      JULIO-AGOSTO  2004
página 6
 
 

LA EXCLUSIÓN SOCIAL

 
Cuando era niño acostumbrábamos a echar en suertes entre dos para elegir el reparto de contendientes para darle al balón. Se iba eligiendo alternativamente uno para cada bando y siempre comenzábamos a preferir los mejores, aunque nadie quedaba excluido, por más que eligiendo a alguno tenías la profunda convicción que más que un jugador seleccionabas una rémora. La mínima educación no nos permitía dejar a nadie sin tocar balón. Al final, era sólo un juego y todos, con independencia de nuestras cualidades, teníamos el mismo derecho a participar.
Horita, ya mayor, cuando contemplo lo selectiva que se volvió la sociedad me encorajino. Es como si el derecho se venciera hacia los más fuertes, los más ricos, los más guapos, los más sanos. Al hombre se le valora por lo que exteriormente dimana, sin que apenas se repare en sopesar su valía interior.
La cultura del éxito se extiende desde la excitante buena forma del cuerpo para el triunfo sentimental, hasta el nombre para ser considerado, pasando por el índice intelectual selectivo para ser considerado en la dura competencia profesional.
Pero ¿es qué acaso en la sociedad todos son lumbreras? ¿Qué espacio social queda reservado para las personas con menos recursos? ¿Es qué acaso hay quien sea menos persona?
El feroz liberalismo que sólo valora la utilidad y la rentabilidad está generando un entramado de progreso que repercute sobre la generalidad de la población, pero que al mismo tiempo está marginando de la integración a quienes no se ajustan a la media del rendimiento económico.
Quien parta con el hándicap de una minusvalía, sea intelectual, corporal, de carácter o educación, adolece al mismo tiempo de modo invencible de producir en razón de los que otros consideran normal, y por ello pasa a ser marcado como un elemento no deseable del sistema.
La exclusión surge como una consecuencia lógica de la selección natural si caemos en el error de considerar las relaciones humanas sólo como relaciones de generación de bienestar práctico. Los feos, los tímidos, los enfermos, los débiles, los ancianos, los deficientes, los incultos no gozarán de porvenir alguno en la sociedad del futuro si seguimos privilegiando como la esencia social el beneficio de la producción. Cuando el índice de aceptación de una política se marca sólo en función del crecimiento de su producto interior, puede darse que ello se consiga sobre la base de la exclusión del derecho para los que parten con un condicionamiento personal precario.
El problema de la exclusión social es más un asunto social que político. Siempre al fin en el mundo democrático las políticas son refrendadas por el conjunto de los ciudadanos. Excluir se está convirtiendo en una tendencia cultural que supone un mismo condicionamiento natural en todos los individuos, lo que no es cierto. La personalidad propia, la que constituye a un individuo genérico en persona, es la realidad más trascendental del entorno social, y desde esa consideración se deben construir las relaciones.
Uno de los objetivos prioritarios de la integración es el de motivar a las personas para ayudar al prójimo en la superación de las deficiencias operativas derivadas de su personalidad. Ayudar en su trabajo al menos capacitado para que pueda mejorar su rendimiento supone con frecuencia vencer el primer pronto de optar por su sustitución. Escuchar a quien es parco en expresividad a la larga puede proporcionar la agradable sorpresa de descubrir una personalidad encantadora. Esforzarse por apreciar los verdaderos valores de la amistad ayudan a superar muchas decepciones sentimentales construidas sólo sobre recursos aparentes.
No excluir a nadie nos obliga al esfuerzo mental de comprender y querer a los demás como realmente son. Es quizá el envés de la sociedad de consumo donde, gobernados por el valor de la utilidad práctica de las cosas trasferimos esos mismos esquemas para valorar a los seres humanos que nos rodean. Entre la desidia y la competitividad existe mucho margen donde los ciudadanos debemos esforzarnos en construir una sociedad equilibrada.
El auge de las depresiones psíquicas en el entorno occidental parece muy vinculado a la pérdida de la seguridad personal en un medio en el que casi todos los individuos descubren en algún momento de su vida las carencias de personalidad que les distancian del nivel que establece el medio, aunque dicho nivel sea ficticio porque no representa ni siquiera la realidad media sociológica de la población a quien se quiere referir. La sublimación de los mitos empequeñece automáticamente a la mayoría de los humanos.
Construir una sociedad más tolerante se consigue sólo mejorando una perspectiva social de los hombres que reconstruya y proyecte los valores de la comprensión que siempre han constituido el clima de educación del entorno de la familia o la vecindad. Quizá con la masificación de la aglomeración urbana hayamos perdido esa sensibilidad que antaño nos hacía conocer con más singularidad a aquellos con quienes compartíamos la vida.
Es muy posible que, haciendo cuentas, cada vez que la sociedad excluye pierda algo de su esencia natural.