PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 15                                                                                                      JULIO-AGOSTO  2004
página 8
 
 

EL LÍO

 
Nuestra sociedad no es la mejor posible. Se hace patente que la ausencia de felicidad choca con el grado de bienestar alcanzado. La ciencia y la técnica han mejorado mucho las condiciones de vida, pero el conjunto de la sociedad padece un agobio que le impide sentirse feliz. Este diagnóstico tan superficial, que comparten algunos sociólogos, tiene sus causas, y posiblemente correspondan a una equivocada filosofía de vida.
El lío se genera porque las personas han de compatibilizar principios enfrentados en la definición de la razón de la sociedad. La vigencia de la individualidad y la solidaridad como valores propios de nuestra época hace que en la práctica la mayoría de las personas se sientan incapaces de compaginarlos.
El individualismo supone al reconocimiento de la libertad, de la persona como sujeto de derechos fundamentales, de la responsabilidad personal para construir un mundo democrático. La solidaridad es el reflejo de la pluralidad de individuos que no pueden vivir dándose la espalda.
La sociedad actual quiere constituirse en un equilibrio que ni aprecie tanto el derecho del individuo que desvincule la sociedad, ni prime al grupo configurándolo como masa determinante. El gran problema se genera en la imbricación de ambos valores en la actuación de las personas cada día.
El creciente materialismo y el consecuente consumismo hacen que la perspectiva individualista de la persona se proyecte sobre la posesión que permite disfrutar de la cosa como un bien. Tener es el objetivo inmediato de cada cual, y la posesión indica exclusividad: lo que es mío lo es frente a cualquier otro requerimiento de propiedad.
Desde esta concepción la vida social se constituye como un patrimonio cuyo primer objetivo es la consolidación de lo mío y de los míos frente a los demás. El juego de intereses patrimoniales será el que marque mis relaciones con los otros, y el beneficio de cualquier relación social es un bien en tanto que produce bienestar para mí y los míos. La solidaridad queda relegada a un segundo plano. Se consume de espaldas a las necesidades ajenas y es cuando el hombre, a pesar de tener casi de todo, siente que no es feliz. Que los objetivos cumplidos en los que tenía depositadas sus esperanzas son vanos. Percibe la necesidad de abrirse a los demás, pero ¿cómo hacerlo sin renunciar al entorno construido?
Dado que el error está en los fundamentos, no queda más opción que asumir un rol de hipocresía en el que, aunque realmente sólo prevalece el interés personal, se adopta una condescendencia formal hacia los problemas ajenos que acucian la conciencia.
Esta manera de sociedad moralmente hipócrita olvida que el principio esencial de la solidaridad es la proyección del bien común; el bien propio alcanza la categoría de bien sólo  en cuanto está ligado a un bien para toda la comunidad. El ejercicio de la libertad personal radica más en el actuar como sujeto que genera el bien, que como individuo receptor del beneficio.
El progreso no está reñido con la felicidad, sino que es el propio individuo el que establece su objetivo por la participación en él desde posiciones de satisfacción de la conciencia o satisfacciones sensibles de bienestar.
Promover el bien supone esfuerzo: el trabajo con el que cada día todo hombre construye bienestar. El punto de aplicación de ese beneficio es el que marca la diferencia entre individualismo y solidarismo. La solidaridad no exige tanto un mayor esfuerzo, como una perspectiva de aplicación del bien producido. Es consecuencia de que los demás también forman parte del ámbito de lo propio. En esa amplitud de miras nace el espacio de infinitud en el que radica la felicidad.