PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 16                                                                                                      SEPTIEMBRE-OCTUBRE  2004
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EL SENTIDO DE LA VIDA

 
Una de las realidades vitales más controvertidas para la psicología humana es la de la muerte. La no-vida se presenta al entendimiento como el mayor absurdo, como si todo derecho y justicia inherente a la existencia fuera una ficticia apariencia, nada se sostiene por sí si dentro de algún tiempo, a veces pocos años, el destino es no-ser.
Cuanto más se cifra la identificación de la realidad en función de la percepción psicológica -casi todas las tendencias filosóficas desde el racionalismo- mayor es la incongruencia entre existencia y ser, pues lo que afirma de permanente lo uno lo niega por evidencia lo otro. La conclusión práctica del juicio racional es la irrelevancia del ser cuando su próximo destino es el no-ser.
No es de extrañar que la psicología personal haya sido en gran parte desplazada por la sociología de la naturaleza, en cuanto que el valor de lo que permanece se impone a lo caduco. El global de la vida, el cosmos, ha multiplicado su interés intelectual sobre la perentoriedad de lo singular.
El existencialismo parece asumir la paradoja de dar trascendencia al momento presente antes que acabe, precisamente por esa acotación temporal que le deja sin otro futuro que las coordenadas en que se desarrolla lo global.
La muerte no es un sin sentido de la vida, sino una necesidad derivada de la movilidad de los individuos dotados de vida. La diversidad en la misma naturaleza exige la procreación en cualquiera de sus posibilidades, pero sólo se puede admitir el compartir de una esencia de vida si se admite la común procedencia, lo que equivale a la continuidad específica del ser. La génesis de la vida que impone a cada individuo la ley de nacer, crecer, reproducirse y morir.
Si pretendiéramos entender la vida sin final, habríamos de concebirla sin principio. La no-necesidad de procreación haría de la vida una forma existencial trascendente con origen propio en cada uno de sus seres, no dependientes de los demás. Cada individuo constituiría una especie.
El no-morir exigiría también la limitación de los seres, pues siendo la coordenada cosmológicas de espacio finita, si el ser vivo no muriera tampoco podría reproducirse sin caer en el absurdo de colmar los límites del espacio.
La muerte, por tanto, supone uno de los mayores sentidos de la vida que es la renovación y la multiplicidad en la especie. La finitud de la vida en el individuo es una exigencia de la no-finitud de la especie. Cada ser muere para que otros seres vivan. El individuo se perpetua en la especie. La conciencia individual justifica su razón existencial en función de la conciencia colectiva de ser.
La apreciación del sentido de proyección de cada ser en la colectividad marca la pasión por la descendencia y el rigor del apetito sexual. Procrear es tan relevante en el sentido mismo de la vida que configura el binomio vida-muerte. Se muere porque es una necesidad material para que otros vivan. La muerte constituye el límite de un proceso vital enmarcado en la sucesión de la especie cuya alteración podría poner en peligro la misma naturaleza de la vida.
El sentido de cada vida en referencia a la pluralidad de individuos a trasmitir, exige superar la percepción trágica de la muerte. La psicología traumática del tránsito del ser al no-ser se deriva, por tanto, de una inmadurez conceptual de la apreciación de la vida.