PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 17                                                                                                      NOVIEMBRE-DICIEMBRE  2004
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ÉTICA Y MORAL DE LA GUERRA

 
Las situaciones fuertes son las que marcan el contenido moral de las personas, instituciones y colectivos. Las buenas palabras del discurso cotidiano apenas exigen compromiso, porque las responsabilidades se diluyen al asumir que en la mano de nadie está cambiar el mundo; así, todos coinciden en que su forma de hacer favorece la justicia y la solidaridad. En las situaciones de crisis, por el contrario, se hace necesario el pronunciamiento claro y diáfano, a través del cual quedan manifiestos qué valores son los que realmente se defienden.
Una de estas situaciones extremas es la guerra, el mayor atentado a la convivencia e índice máximo de la pasión por el poder. Ante esta situación la ética y la moral adquieren una gran relevancia al juzgar en conciencia la legitimidad de la violación del más elemental de los derechos: la vida.
Podría parecer que la ética y la moral deberían correr parejas en el juicio interno y externo del acto de guerra, pero la degradación de los principios morales está conduciendo a confundir la moral humana con la norma positiva, la legitimidad con la legalidad, el derecho natural con el interés de quienes imponen la ley del poder sobre la sociedad. La moral, de esta manera, lejos de sustentarse sobre los legendarios decálogos que constituyeron sus referencias más profundas, hoy se pretende adaptarla como un utilitarismo práctico que justifique la dinámica interna de la propia ideología.
Se podría decir que la historia de la guerra representa la permanente crisis de la moral. El no matarás reducido periódicamente en cuarentena a lo largo de los siglos evidenciaría: o la insolidez de la moral, o la continua permanencia de la sociedad en la inmoralidad. Por eso conviene, ante las situaciones de guerra que provocan los Estados, aflorar los contenidos de la moral para comprobar cuán difícilmente la iniciativa bélica puede justificarse desde el derecho natural fuente de toda moral.
En su estructura más profunda toda moral se identifica con la esencia de la ética que exige en conciencia a la persona humana obrar el bien y evitar el mal. Ninguna moral objetiva puede contradecir este principio.
En la argumentación de los positivistas para defender la licitud de la guerra se recurre con frecuencia al falaz argumento de que el fin justifica los medios, burlando los escollos de la moral. Se acepta la maldad intrínseca de la violencia en servicio a conseguir una paz mayor; algo así como una operación matemática en la que la suma del bien posible sobre la diferencia del mal ejercido ofreciera un resultado de bondad que justificara la conciencia ética de la actuación global al margen de la moralidad de cada una de las acciones individuales y sus efectos de conciencia sobre víctimas y verdugos.
La falacia interna de la justificación de los medios en atención al fin en el caso de la guerra suele darse en que el bien que se evalúa como fin es el  bien de los actores. Se estaría así justificando el bien propio --como fin-- con el daño ajeno --el medio--, lo que implica la perversión absoluta de la justicia.
La ética social como norma de conciencia subjetiva se funda en la naturaleza de la relación, en cuyo contenido intrínseco, para que sea justa, el hombre realiza un acto del que se sigue esencialmente tanto bien para la parte contraria como para la propia. Esa conciencia subjetiva para ser ética, por tanto, ha de traducirse necesariamente en un acto objetivo que produce un bien para la parte contraria. Una conciencia recta nunca podrá aprobar la violencia por la interpretación de la norma próxima de moral sin contradecir sus fundamentos más profundos.
El análisis de la permisividad de la guerra no puede confundir dos juicios distintos: El de la legítima defensa de la propia vida y el de la defensa de los intereses de la vida.
La defensa de la vida individual o de un colectivo ante una amenaza real es una consecuencia del derecho natural que ampara a toda persona a conservar su vida. Sobre la base de este principio se ha construido el concepto de guerra justa, que puede ser aceptado sobre el fundamento moral de la legítima defensa, lo que exige: que el peligro sea verídico, que provenga de una acción previa promovida por un sujeto exterior, que el recurso a la violencia no pueda ser evitado por otro medio y que los medios de defensa sean proporcionados a la neutralización del peligro exterior sin excederse en el daño causado al provocador. Con todos estos requisitos que exige la auténtica moral puede fácilmente deducirse como nunca puede ampararse la iniciativa de la acción bélica, porque únicamente la defensa es tal cuando actúa para repeler un ataque realmente existente.
La desproporción entre la guerra, por el mal que causa segando vidas humanas, con lo que algunos consideran del derecho de su bienestar se refleja en la moral tolerante que ciertas corrientes positivistas admiten de las formas de ejercicio de la violencia desde el poder. Para ellos, ajenos a toda ética, esta moral se ampararía en el consenso político del propio cuerpo social.
Justificar la guerra representa, por tanto, un acto de violencia inherente a la misma guerra: La careta de humanidad de la más profunda inhumanidad, que por haberse perpetuado en la historia no justifica su oposición más radical con la ética y con la efectiva moral.