PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 17                                                                                                      NOVIEMBRE-DICIEMBRE  2004
página 6
 
 

LEY SOCIAL Y LEY MORAL


La denuncia entre moralistas y positivistas respecto a la primacía de sus esferas legales propias y a la injerencia de los otros en ellas ha sido una constante en los últimos siglos, sin que en la mayoría de los casos se atienda a la concreción de los fines propios que cada ámbito atiende para la humanidad.
El origen de esta discusión yace en la transposición teista desde la conciencia personal a la colectividad con la dependencia moral a una o más divinidades. Casi todas las civilizaciones antiguas, incluida la griega y la romana, trascendieron el imperio de la religión al del Estado, imagen que aún no presente en la primera cristiandad, se contagió por la confesión del Imperio a esta nueva forma de fe. También en el Islam aconteció la confusión de sociedad civil y religión. Con la modernidad, la reivindicación de la separación de poderes entre el civil y el religioso es un proyecto de realidad asumido en la teoría por todos los sectores de pensamiento evolucionados, pero la distinción ha de superar un lastre cultural de siglos que está hecho ofreciendo en algunos sectores una resistencia práctica contundente.
Para la correcta interpretación de la necesaria distinción de las esferas social y moral conviene acercarse desde parámetros filosóficos a los roles y fines que a cada una de ella le corresponde con respecto a la colectividad. El mayor escollo radica en que los sujetos sobre los que incide el arbitrio de cada ámbito para procurarles el bien son los mismos, de modo que cada individuo padece una doble influencia cuyo objeto no puede contradecirse y de ello es necesario deducir el distinto modo de como alcanzan su bien común.
La ley como ordenación de la razón presenta una doble vertiente en su determinación sobre la sociedad: La ley social, cuyo objeto es la ordenación de las relaciones de convivencia entre ciudadanos y la protección de los derechos personales; y la ley moral, cuyo objeto es guiar a la persona a obrar el bien.
Es necesario hacer notar que los influjos mutuos entre ambos espacios de ley no sólo corresponden a religión y Estado, sino que muchas ideologías han asumido el papel de guía moral en la confusión de servir a unos valores meramente sociales.
La ley social o norma para regular la convivencia nace de la entraña de los ciudadanos que entran en relación y son ellos mismos sus autor y fuente, por lo que corresponde al grupo la imputación de responsabilidad del bien común efectivamente alcanzado. En este ámbito es donde la democracia alcanza su máxima justificación en sus dos vertientes más modernas: La de la participación del pueblo en la confección de las leyes que estructuren el buen funcionamiento del cuerpo social, y la de la defensa del espacio personal frente a la potestad de los grupos de poder y del Estado.
La ley moral tiene su origen en la trascendencia causal del ser humano y en su finalidad supramaterial. La concepción de esta naturaleza es la que le confiere íntimamente la obligación del ejercicio del bien, asumiendo su proyección social, pues de la propia finalidad de ejercicio del bien se deriva la generación sistemática del bien común.
La ley moral tiene por objeto hacer bueno al hombre y la ley social ordena la convivencia. Ambas coinciden en la esencia del objeto de toda ley que es buscar el bien común, pero lo hacen desde premisas distintas, pues, mientras la ley moral se resuelve en la conciencia particular, la ley social se reconsidera en la conciencia colectiva.
La tutela que la ley social hace suya de los derechos fundamentales personales no corresponde en sí a perfeccionar el individuo, sino a que la esfera individual no sea alienada por la determinación de las tendencias mayoritarias que pudieran reducir su libertad. El hecho de que la ley social sea concertada colectivamente no puede implicar la pérdida de la condición de libertad que eleva al individuo a la condición de persona, sino que en el respeto a ese juego de libertades regula las normas para la convivencia de personas de muy distinta procedencia, cultura, religión... cuyo objeto no es constituir la uniformidad sino valorar la armonía de la diversidad.
El respeto de la ley social sobre la ley moral se evidencia en el respeto a la libertad. La conciencia no puede ser vulnerada en actuar consecuentemente a la propia concepción de la naturaleza, lo que exige que nadie pueda imponer a otros su verdad actuando mediante la presión de poder que llegara a establecer un grupo, sino que su realización se hallaría en convencer a los distantes con la contundencia de razón de los propios argumentos.
El doble plano en el que se mueve el hombre como sujeto de la ley social y la ley moral no le supone una personalidad esquizofrénica dividida entre su propia moral y la participación ciudadana, sino un activo para el ejercicio responsable de quien comparte una visión de la vida con los demás y asume que aceptar las normas de juego democráticas de la colectividad representan por sí un bien común; lo que como bien se impone positivamente, cualquiera que sea la fuente de la moral, como un deber de conciencia.
El conflicto moral de seguir una ley social que contradijera los propios principios sólo podría realmente establecerse si la misma le obliga a realizar actos personales inmorales. Ejemplo típico de esta situación es la participación en la guerra ilícita o injusta. La ley social, en la medida que se perfecciona, ha dado respuesta a esta dificultad reconociendo los casos de objeción de conciencia a sus determinaciones, y dictando los mecanismos legales necesarios para la liberación de su cumplimiento a quienes se declaran afectados.
Progresar en la armonía entre la ley moral y la ley social supone la aplicación de la filosofía social para distinguir sus propias esferas, y del desarrollo adecuado de esta paradoja quizá esté el secreto de la paz que auspicia el nuevo orden universal.