ARANCELES SOCIALES
La ciencia de la economía se construye sobre elementos tan heterogéneos como son las situaciones sociales que se reparten sobre la superficie del planeta, y por ello la síntesis que concluye no reporta el progreso que se hacía esperar.
Una de las deficiencias puede provenir de construir tesis sobre la experiencia cultural de una colectividad y aplicar sus conclusiones con generalidad sin apreciar que las premisas que fundamentan la tesis sólo avalan sus resultados sobre el grupo social que las soporta. Esta situación se repite en el llamado primer mundo, desde donde se expanden las propias conclusiones como fórmulas universales de desarrollo, sin que se tenga en cuenta que una economía global no debe responder a la universalización de tesis parciales extraídas de un contexto de sobrada riqueza, sino del análisis de las estructuras sociales y tal como son en las diversas partes del mundo. El gran reto de la globalización está en interiorizar la verdadera y real economía social y desde esos parámetros construir modelos de progreso sistemático que respeten la solidaridad de los beneficios para todas las capas sociales.
La economía de progreso que se auspicia desde la liberalización de los mercados encuentra demasiadas barreras proteccionistas porque los poderes no admiten reinterpretar su dominio en beneficio del progreso general. Por eso, se hace imprescindible revisar la función de los aranceles y las aduanas para que desde sus raíces proteccionistas converjan en instrumentos reguladores del mercado social.
Desde siglos, los aranceles han servido a dos fines en la sociedad: 1º Sostener económicamente el poder. 2º Proteger la industria y el comercio particular. Cuando la nueva economía apuesta por la liberalización de los mercados los anteriores fines son cuestionados ya que se asigna el poder a los propios ciudadanos, quienes sostienen directamente con los impuestos los servicios del estado, y porque la protección de la industria y el comercio de espaldas al mercado global le resta toda posibilidad de proyección de futuro.
Para acometer una equilibrada liberalización de los mercados no sólo se requiere el suprimir las barreras aduaneras sino propiciar un rol de igualdad moral de condiciones de producción en el cual los derechos de las personas sean respetados de modos similares.
Adjudicar a la economía el motor del progreso en bienestar no es admisible sin la guía del timón por quien proporcione una justa distribución de la riqueza generada y propicie una igualdad de oportunidades a beneficiarse del desarrollo económico creado. Sólo una sociedad políticamente madura será capaz de gestionar la economía para que su proyección sea verdaderamente social.
En nuestros días estamos observando como a la desaparición de aranceles aduaneros se está siguiendo un desplazamiento de la producción hacia paraísos rentables en los que el costo de mano de obra es tan baja como su carencia de derechos sociales. Producir con precios del tercer mundo y vender en los mercados más desarrollados a precios del primer mundo puede generar muchos beneficios, pero también colapsar el mercado industrial que respeta los derechos sociales de los trabajadores. Se puede generar la inversión social en que la economía no esté al servicio de la sociedad, sino la sociedad al servicio de los poderes económicos.
Liberalizar las fronteras exige sistemas semejantes en las interpretaciones político sociales, y mientras no se den esas circunstancias seguirán siendo necesarios aranceles, no tanto para proteger derechos económicos como derechos sociales. Marcar la economía en espacios de progreso que se justifiquen desde la protección de los derechos sociales de los ciudadanos exige avanzar en la pertinencia de aranceles que se traduzcan en una reinversión da capitalización de estructuras de protección y progreso social de los ciudadanos del tercer mundo, de modo que su estatus se aproxime paulatinamente al del régimen de derechos personales que se ha logrado en el mundo más desarrollado.
Si las aduanas se han querido valorar como sistemas demoledores de la libre competencia, no es menos cierto que si la producción no se realiza desde una misma atribución de valor al trabajador la ética de la competencia deja de existir. Competir exige una misma ley, y en diseñarla deben concurrir muchos de los mejores esfuerzos de las políticas internacionales de comercio.
Convendría depurar en las políticas nacionales los costos de producción netos y los costos de protección social. Quizá si estos últimos no se evaluasen directamente como costes de producción sino se distribuyeran desde la imposición sobre el consumo se tendría avanzada una aproximación en la contabilidad de costes de producción. Lo que hace decenas de años, cuando las economías nacionales eran más autarquicas, servía para referenciar los costes reales de producción, hoy, en la nueva situación global, se hace necesario revisar.
La deslocalización de la industria no es un problema menor en el mundo desarrollado, porque afecta a núcleos y sectores de población específicos cuya reconversión no se hace sin grandes sacrificios sociales. Equilibrar el movimiento de localización industrial en función de las aptitudes personales y de los parámetros de inserción estratégica, y no de expectativas de especulación y explotación, deberían ser prioritarios en los programas de la economías estatales y estar presentes en las agendas de los conciertos para la promoción de la economía global.