TEORÍA Y PRÁCTICA DEL ATEÍSMO
Durante los siglos de la antigüedad la existencia de un dios armonizador de todo el cosmos no fue puesto en duda por las distintas civilizaciones, quienes le rindieron culto de pleitesía con más o menos carácter. Algunas civilizaciones no tuvieron idea de una divinidad en cuanto tal, sino la existencia de un estado espiritual o anímico. De las culturas que no profesaron religión evidentemente no nos queda un legado que lo justifique.
A pesar de esta presencia tan arraigada de las distintas formas de la divinidad, es muy probable que sólo se nos trasmita la actitud colectiva de la comunidad y ello no represente la sustancialidad de la creencia personal.
El análisis más próximo de lo que nos trasmite la historia sí que nos conduce a aceptar alguna forma de creencia generalizada en las personas, de acuerdo a la cultura religiosa asumida y divulgada en cada comunidad. La religión, encarnada en la cultura, se ha difundido como un valor relevante hasta la Edad Contemporánea.
En los últimos siglos, con el desarrollo de las ciencias naturales y la penetración en la realidad de la mente humana, el valor objetivo de la religión ha perdido entidad, e incluso se ha cuestionado por algunos la misma existencia de un dios. En la medida que la realidad se concibe como lo inmanente al conocimiento, todo sobre lo que no pueda argumentar con evidencia del mismo se ha descartado del ámbito del saber, de modo que lo espiritual ha quedado relegado al mundo de los sentimientos, con lo que el agnosticismo se ha instalado progresivamente en la cultura contemporánea.
Lo que ha surgido como una nueva realidad cultural es el ateísmo, o negación científica de la existencia de cualquier dios y modo de vida espiritual, que se construye desde el positivismo materialista como una negación de cualquier realidad no demostrada experimentalmente.
La teoría del ateísmo como conocimiento científico se construye sobre la argumentación de la negación de la propia tesis sin tomar en consideración que sobre lo que no es no se puede argumentar ni en favor ni en contra. Porque en el mismo acto de negar la existencia de dios ya se está presumiendo la posibilidad de esa existencia. Y en la medida que la argumentación científica se limita al saber de las ciencias positivas, lo más que se puede negar es la realidad de un dios material y la vigencia de la religión mudanizada. El ateísmo realmente llegaría a la conclusión de la irrealidad de que cualquier cosa material tenga naturaleza divina.
La teoría del ateísmo entraría en confrontación no sólo con la metafísica del espíritu sino con la filosofía inmanentista que soporta el agnosticismo. De ahí que el ateísmo como teoría científica apenas haya encontrado trascendencia fuera del ámbito del materialismo histórica sostenido en la cultura marxista más como un elemento conceptual de lucha que como un valor sustancial.
La práctica del ateísmo en la sociedad, por lo tanto, no hay que encontrarla en la tesis científica que la justifica, sino en el progresivo hábito materialista que está segregando de la cultura personal los valores trascendentes, incluso la vigencia de los sentimientos, que no sólo le relegan de la capacidad de profundizar en su propia dimensión espiritual, sino que le predisponen para ni siquiera considerar la incertidumbre que sugiere cualquier formulación agnóstica.
El ateísmo práctico se impone por la negación del hombre a penetrar en su propia realidad, en la facultad de su libertad, en la justificación de sus sentimientos, en la trascendencia de su comportamiento; en suma, en la negación de su propia conciencia. Se niega cualquier trascendencia divina con los hechos por la porfía del valor de la tecnología que embriaga el conocimiento en un superación material que confunde el desarrollo imparable del mundo tecnológico con la vida de la propia persona.
La praxis de materialismo ha instaurado un ateísmo mucho más contundente que el crítico positivista, por el sistema no de negar la trascendencia espiritual, sino por convertir la propia materia en el elixir que cautiva la mente embaucándola en su única contemplación.