VIVIR COMO DIOS
Esas sentencias que el pueblo acuñó para denotar determinadas maneras de comportamiento tienen su origen en la tendencia a la metáfora, donde la alusión a la contundencia del modelo ejemplar sirve de definición inapelable. Por eso estas tendencias arraigan en la cultura popular según y como se concibe de determinante la comparación.
El vivir como Dios que se escucha en muchos lugares de Iberoamérica define metafóricamente el mejor buen vivir de los señores que disponen de bienes, poder, salud y necesitan poco del esfuerzo para sostener su envidiable posición.
Para algunos, sin embargo, esta antigua sentencia les parece indebida y blasfema, porque si Dios vive como lo hacen los señores, ellos se sentirían los seres más engañados del mundo.
Cuando los europeos nos trajeron el cristianismo, la imposición de la nueva religión se construyó sobre la sustitución conceptual de las deidades mayas o incas por un único Dios, de quien se predicaba las mismas excelencias de sabiduría y poder de todas las deidades habidas a lo largo de la historia. La referencia a la omnipotencia y al rigor de la justicia del Dios de los cristianos parecía encarnada en la actitud de los mismos conquistadores.
Es muy probable que todas las civilizaciones hayamos padecido semejante error: que construimos la imagen de Dios desde nuestras mismas referencias y consideramos al Mismo como el ser que reúne tantas perfecciones como ambiciones el hombre hubiera deseado alcanzar.
El imperial y justiciero Dios que la Iglesia y el reino español predicaron en su colonización de nuestras tierras dista menos de los dioses indígenas que lo que realmente de la auténtica meditación de la esencia de la doctrina cristiana se puede colegir. Han tenido que pasar siglos para que el descubrimiento de un Dios liberador y no dominador haya configurado la auténtica catarsis religiosa de nuestros pueblos.
Mientras el atributo esencial que se predique de Dios sea su poder, la imagen esencial de la configuración de la semejanza del hombre a Dios se construye sobre el poderío. Proporcionalmente a cómo se concibe el atributo de un Dios justiciero, cuyo destino es condenar a cada hombre por el error en su obrar, así se justifica el castigo y represión de las instituciones. Pero ¿es qué acaso Dios es así?
La gran liberación moral de Iberoamérica procede de la contemplación de un Dios que es amor. En su naturaleza se confunde la esencia de ser con la de obrar el bien. Un Dios que es el supremo espíritu que recrea en la naturaleza nuevos seres en los cuales perpetúa su eterna e incansable ansia de bien.
Vivir como Dios, por tanto, lejos de su original sentido metafórico sobre una degenerada percepción religiosa, identificaría un modo de concebir la propia existencia según la guía de una inquietud permanente de la conciencia hacia el servicio y el bien.
La liberación esencial del hombre es la de sus ataduras del conformismo, de la comodidad, de la falta de esfuerzo para concebir el propio ánimo como el motor que vence las tendencias más prosaicas de la materia. Situarse frente a la tentación del poder y la riqueza, que tanto bienestar procura, sabiendo que ejercerse como cristiano radicalmente exige comprometerse al servicio de la justicia y la caridad como Dios la vive y ello supone el mayor reto moral de las nuevas generaciones para que no conformen su vida a la idolátrica manera de ser de quienes conciben el bienestar material como la adorable meta de la existencia.
Vivir como Dios es, más que nada, superar el frivolizar por al compromiso por ejecutar el bien allá donde uno esté. En la familia, en el trabajo, en la plantación, en la ciudad, en la política, etc. a cada cual se le presentan muchas oportunidades para hacer de bueno por los demás. Con su ejemplo también se regenerará el vago concepto en que se nos educó respecto a la realidad de Dios.