Siempre he recordado un texto que en uno de los
libros de bachiller estudié y que en mi deficiente francés
intentaré reproducir: “Être sportif ne consiste pas a se sasior
regardant les autres dèpenser leur forse et leur agilité”.
Eran los años en que empezaba a proponerme la
actividad deportiva como un espacio de cultura, una actividad complementaria
y conveniente en la formación de las personas.
Desde entonces, la sociedad ha ido modificando
su interpretación del papel del deporte en la política de
los Estados. Una vertiente se ha decantado hacia la necesidad del desarrollo
del deporte como cultura social, o sea, de un medio a fomentar en los ciudadanos
en cuanto que su ejercicio favorece su desarrollo físico y psicológico.
En la medida en que las personas ocupan su espacio de ocio en una actividad
que le ayuda a su desarrollo, el objetivo de la política cultural
se ve cumplido.
Frente a este programa para el deporte, la sociedad
ha desarrollado el deporte como espectáculo. La perspectiva de la
persona varía, pasa de sujeto a objeto, su vinculación no
es activa sino pasiva, contempla del deporte que otros realizan como un
espectáculo, un entretenimiento para llenar el espacio de ocio.
Las dos diferentes perspectivas del deporte en el
rol social tienen sus aspectos positivos, pero es muy importante saber
diferenciar la función de cada una de ellas en la sociedad a la
hora de planificar las políticas de desarrollo cultural de los ciudadanos.
Mientras la promoción de la práctica del deporte debe ser
incluida como un factor destacado en el programa de salud y cultural, el
deporte como espectáculo se sitúa en el conjunto de actividades
de recreo, cuyo desarrollo es tan abierto como las costumbres y el ingenio
de los promotores formulan.
El deporte como fenómeno de masas a su vez
se abre como perspectiva de explotación económica. En el
entramado de empresas e intereses que se constituyen de este modo sobre
la actividad deportiva, acaba primando el negocio y el deportista se convierte
en objeto de producción cuyo propio fin, lejos del altruismo del
deporte, no es otro que la rentabilidad económica.
El influjo de este deporte de masas en la sociedad
no pocas veces favorece la confusión de las administraciones públicos,
que en vez de invertir en estructuras que favorezcan la práctica
del deporte a la generalidad de la población, y muy especialmente
en los periodos de educación, invierten esos recursos y esfuerzos
en subvencionar actividades deportivas que por su propia finalidad deberían
ser sometida a la ley de los mercados.
La profesionalidad que reclama el deportista que
excluye la práctica del mismo como actividad lúdica, por
afición, de modo amateur, exige la plena diferenciación de
esos dos planos. Siendo la práctica del deporte por afición
la que correspondería promocionar en los proyectos de política
cultural de los Estados.