¿TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN?
El mensaje central del Evangelio cristiano es la apuesta por la verdad: "La verdad os hará libres", "Yo soy el camino, la verdad y la vida", había predicado Jesús en Palestina, y ciertamente parece que la religión no admite otra opción que la más pura autenticidad, porque si alguien se engaña en ese objetivo será por su ignorancia y no porque de Dios se pueda esperar confusión.
La búsqueda explicitada de lo entendible de Dios al conocimiento humano constituye el objeto de la teología, que se vierte en la sistematización doctrinal, cuya realización efectiva debería, para los cristianos, ser un reflejo de lo que Jesús enseñó con sus obras y palabras.
Los contenidos que la ciencia teológica ha desarrollado a lo largo de los siglos de cristianismo adolecen de la experiencia de la realización cristiana en el mundo. A medida que los siglos han transcurrido, y la teología ha engrosado, la realidad del ejercicio del cristianismo parece distanciarse de lo que las primeras comunidades pusieron por obra para vivir según el espíritu aprendido de Jesús.
Esa constatación de la divergencia entre la doctrina teológica y la práctica religiosa de la misma verdad predicada por Jesús es el acicate para desarrollar la teología desde otros fundamentos más próximos a la experiencia religiosa de los contenidos evangélicos. Es muy probable que sea de ahí de donde mane la corriente que ha venido a conocerse como Teología de la Liberación. Su gran peligro radica en que sus conclusiones estén viciadas por la incorrecta interpretación de la aplicación del mensaje evangélico. Su gran acierto evidenciar que teología y vida no pueden ir disgregadas porque la encarnación de Jesús es la más perfecta expresión de la naturaleza de Dios. No en vano afirmó Jesús: "Quien me ve a Mí, ve el Padre".
Es muy probable que resulte mucho más sencillo vivir el cristianismo que sintetizarlo doctrinalmente, ya que para eso la espiritualidad precisa del recurso de la ordenación sistemática de las ideas, juicios y definiciones, lo que difícilmente podría formularse sin la ayuda de otras ciencias como la filosofía, la lógica y la lingüística. Hilvanar la teología sobre disciplinas racionalistas no es tarea sencilla, y elegir mal los soportes puede conducir a la degeneración de las más sublimes intuiciones.
"A vinos nuevos, odres nuevos" había recomendado Jesús a los suyos, y ese intento de acercar la teología a la realidad de la experiencia religiosa de cada tiempo no debería escandalizar a nadie si, sobre todo, el hacer teológica anterior no ha generado la consolidación en el mundo de los valores evangélicos.
La referencia de la cultura occidental es quizá uno de los ejemplos más esclarecedores de la dicotomía entre teología y ejercicio del cristianismo, pues pese al mandamiento del amor, por el que ele hombre alcanza la configuración en su semejanza a Dios, la civilización occidental no ha menguado en pivotar sobre la pasión del poder exterminando, esclavizando, explotando y dominando a los pueblos que moraban más allá de sus fronteras.
Una nueva teología comprometida no puede seguir la misma pauta y por ello tanto los occidentales como los indígenas que la propician se sitúan en la perspectiva del justo Dios que condena y redime el injusto proceder de los seres humanos. La ascética no abarcará sólo la lucha interior personal por el dominio del espíritu que genera el bien sobre la satisfacción de los apetitos sensibles, sino también la lucha social que recomponga las relaciones humanas según los valores de la justicia y la caridad cristiana.
El recurso de algunos planteamientos teológicos para la liberación de la injusticia sobre esquemas filosóficos de la estratificación de la sociedad en permanente tensión de lucha adolece de la falta de visión sobrenatural sobre la misión salvífica de Dios que encomienda asimismo a cuantos quieran ser sus discípulos.
Las diferencias de clases existían también en los tiempos en que Jesús testifica la doctrina mesiánica, sin que en el Evangelio se trasluzca el más mínimo ánimo a la confrontación de los grupos, sino todo lo contrario, será a través del amor y de la conversión del corazón para compartir con los prójimos lo que deberá equilibrar las distancias entre los hombres.
Es quizá el valor de la pobreza el que en el Evangelio adquiere una dimensión sobrenatural por lo que convertida en virtud asemeja al hombre a Dios, hasta el punto de aseverar Jesús: "¡Cuán difícil es que los ricos se salven!" o "no se puede servir a Dios y a las riquezas". La categoría de la pobreza en el cristianismo es radical, y por ello "para el hombre es imposible, pero no para Dios".
La bienaventuranza predicada en el Evangelio de la pobreza no se refiere a la bendición de un estado social, sino a la categoría moral de pobre que adquiere el que comparte sus bienes con los demás. Esta doctrina está tan en la médula de la enseñanza de Jesús que cualquier teología que la ignora o sortea se sitúa de espaldas a Dios, imposibilitándola de traslucir correctamente la esencia divina.
La liberación evangélica nace de esta toma de responsabilidad de cada hombre para construir un mundo justo por la aplicación de las riquezas personales humanas en el beneficio común. Un lugar destacado ocupa el empeño de la inteligencia y las fuerzas del trabajo para crear el bienestar debido a la familia, a la colectividad, a toda la humanidad.
Justificar una liberación de la opresión económica mediante la lucha armada quizá representa la misma repulsa del amor cristiano que la de quienes instalados en el bienestar explotan para sostener esa situación de dominio a los menos favorecidos. Son dos manifestaciones de la misma dureza de corazón que Jesús recrimina en el ser humano. Quien odia envilece su corazón hasta convertirlo en incapaz de compartir. Las luchas de clases sólo permutan los estamentos pero no los eliminan, porque la neutralización de las diferencias entre los hombres radica en ver al otro como el mismo yo.
Entender a Dios en penetrar en su esencia amorosa. "Dios es amor" define el apóstol Juan. Toda teología gravita sobre esta realidad, cuya proyección sobre la doctrina exige la radical conversión del cristiano a la pobreza que conduce al empeño total y decidido por el servicio a los demás. Entender, extender y practicar esta doctrina supone el don de la liberación del materialismo y un nuevo y decidido enfoque a la globalización. La riqueza del cristiano es Dios -"tendrás un tesoro en el Cielo", prometió Jesús- y la pobreza en el compartir sus recursos con los demás su mayor bienestar. La conversión para vivir así es fruto de la Gracia y de una vida de oración, pero quien no alcance esa sencillez "no podrá entrar en el Reino de los Cielos".
La cuestión no es tanto qué teología de la liberación es ortodoxa como cuánto dista de la realidad cristiana cualquier teología que no sume el compromiso por la pobreza para instaurar la justicia. Y quien no lo crea así que rece en nuestra tierra latinoamericana y se convertirá.