PUENTES PARA LA PAZ
Parece que el siglo XXI ha nacido con ardores bélicos. A la guerra por la hegemonía del petróleo ahora se añade inquietantes movimientos entre las potencias orientales. La tensión entre China y Japón no puede pasar inadvertida para nadie que sienta un mínimo de anhelo por la estabilidad de un mundo en paz.
Esta disputa sobre juicios de valor referida a actitudes de dominación pasadas no hace sino aflorar el fantasma de un imperialismo cada vez más patente en las ideologías sostenidas por diversos líderes en las más diversas partes del mundo.
El deseo de enaltecer la propia patria conduce irresponsablemente a algunos a reivindicar como constituyente sustancial de la propia nación las actitudes más violentas que sus antepasados ejercieron como forma de dominio imperialista. Es como si todo el progreso de los valores sociales se enterraran en aras de una política que pensábamos superada y que generó una escalda de terror según el desarrollo tecnológica propició el poder destructivo de los armamentos.
Las terribles consecuencias de esas veleidades imperiales parecen olvidarse demasiado pronto, tras enterrar a los incontables muertos, una vez superada la generación que presenció la secuela de la desolación y el terror.
Construir la paz exige de los pueblos antaño enfrentados dos decisiones valientes: La condena de los propios crímenes de guerra, y el perdón reconciliador por parte de los pueblos avasallados. Pero ambas actitudes requieren de la memoria histórica para no volver sobre los pasos mal dados. Tender puentes para la paz supone edificar las relaciones internacionales desde la previa configuración de actitudes nacionales con una mentalidad abierta a la relación universal que se deriva de la nueva estructura del mundo global. La esencia de esa catarsis se establece desde la preeminencia en la sociedad de lo que la filosofía social ha determinado como relaciones de servicio sobre las relaciones de dominio.
Entender la convivencia de los ciudadanos en un marco de servicio que constituye una estructura de derecho en una sistematización democrática ha de proyectarse más allá de los límites del propio estado hasta allá donde se trate con seres humanos, idénticos en su asimilación al derecho por su naturaleza de personas racionales.
Parecía que la nueva sociología democratizadora había condenado el imperialismo con la profusión de instituciones internacionales garantes de los derechos de las minorías, pero aquí y allá renacen líderes que se empeñan en enaltecer a sus seguidores con promesas que potencian el dominio por la fuerza en la esfera internacional.
Articular relaciones de dominio, aunque no se diga, no es otra cosa que cultivar la simiente de la guerra, que de forma callada y continua crece en el interior de los ciudadanos. Salvo el imperio moral, fruto del raciocinio y de la acertada gestión diplomática, todo otro imperio se construye sobre la conculcación del derecho ajeno sometido al interés de la potencia dominante. Más pronto o más tarde esa actitud lacerante con los genuinos derechos individuales de un pueblo genera la reacción de liberación que con tanta sangre a regado la geografía universal.
Construir puentes para la paz en la Edad de la Globalización exige de los responsables políticos una nueva actitud que excluya de las relaciones internacionales todo dominio que no se admitiría ajustado a derecho para los fueros nacionales. Todos las personas hemos adquirido la condición de ciudadanos del mundo iguales en los derechos fundamentales y en las obligaciones éticas y morales. Es el respeto a esa condición el que obliga a retractar y denunciar las políticas imperialistas protagonizadas por el propio estado en su historia anterior, especialmente la más reciente, de igual modo que se repulsan las actitudes deshonrosas nacionales, como signo de recta intención de seguir dictados de justicia y servicio en aras a favorecer una paz estable y duradera.