PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 22                                                                                            SEPTIEMBRE - OCTUBRE  2005
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 EL IMPERIO DE OCCIDENTE

 
La idea de imperio no se corresponde exactamente con la de civilización, como algunos analistas quieren presentar, por la simple razón de que al imperio le viene su nombre relacionado con el campo semántico de imposición, dominio y poder; mientras que una civilización se entiende como tal en función de un influjo social y cultural. Es cierto que en la historia civilizaciones e imperios han estado relacionados y apoyados unos sobre otros, pero la distinción mental entre esos dos conceptos es fundamental para el análisis de los influjos sociológicos.
La utilización de los valores que una civilización haya podido cultivar en su desarrollo como justificación de la acción de dominio que antoje realizar un grupo social no es lícito si, sobre todo, el ejercicio mismo del poder que se busca contradice los fundamentos mismos de la más genuina filosofía de esa civilización.
En Occidente existe instalado un substrato ideológico que pretende interpretar su pasión de poder desde la perfección alcanzada por su civilización, lo que le permitiría justificar su dominio en virtud de una doble presunción: La extensión de sus valores y la defensa de sus principios. Desde esa visión, incluso, el ejercicio del dominio llega a concebirse como un deber en el que ha de implicarse todo el rigor de su potencialidad hegemónica.
Desde la Edad Moderna los Estados europeos se extendieron dominando el mundo, al mismo tiempo que en su seno social se generaba una auténtica trasformación que sobre los fundamentos de la romanidad y el cristianismo fraguaron un modo de comprender las relaciones humanas que forjaría lo que entendemos por civilización occidental. Esa doble acción entre políticas de Estados dominantes y la revolución del humanismo que en el seno de los pueblos occidentales se producía corresponden a dos realidades distintas: Una se desarrollaba desde la imposición del poder y el lucro económico; la otra, desde la revalorización de la persona y su libertad. La confusión de la simultaneidad de tiempo y sujetos ha quedado plasmada en un mentalidad occidental forjado al mismo tiempo por la ambición de poder y el derecho universal, lo que según prevalezca decanta la idea de imperio o el valor de civilización.
Como casi todos los imperios que han existido, Occidente ha conjugado el derecho interno de sus gentes con la explotación radical de los dominios extranjeros. La civilización así ejercida para los pueblos oprimidos supuso una incivilización, lo que ha movilizado en el pasado siglo a un enfrentamiento que más que de civilizaciones habría que entenderlo como de liberación de dominios.
En el nuevo orden global es, por tanto, necesario distinguir lo que Occidente aporta como civilización al mundo de lo que el Imperio añora de su poder colonial y de su preponderante posición de dominio. El nuevo orden civilizado de la extensión del derecho universal de gentes es incompatible con el ejercicio de la violencia jurídica internacional impartida por los países poderosos.
La difusión de una civilización, como hecho cultural, no puede ser impuesta sobre un pueblo porque nada es verdadero en la conformación sociológica si no es aceptado por los ciudadanos. Se puede superponer un sistema, como lo fueron los regímenes coloniales, pero ello no determina el que las personas se relacionen de forma distinta a sus criterios íntimamente arraigados. Solamente por el influjo moral sobre esas convicciones internas se aceptan criterios de una civilización importada.
La misma resistencia que otras culturas oponen al imperio occidental es la que éste debe enfrentar para dejar de considerarse como dueño del mundo. La reflexión que Occidente precisa significa, ante todo, reeditar sus valores en dimensión universal. Ello supone un vuelco en su concepción imperial desde el dominio a la cooperación, y para ello necesita el cambio de orientación sicológica de sus ciudadanos para trasformar su mentalidad de privilegio.
El ejemplo histórico del reguero de guerras que lega el Imperio occidental no le hace especialmente ejemplar. La ambición por el poder y las riquezas forman parte de su reciente historia, y si la cierta unidad en las últimas décadas consolidada puede vaticinar un periodo de pacificación interna, también puede alertar a otras partes del mundo el que ahora sean ellas las víctimas que tengan que sufragar los intereses de bienestar a los que los ciudadanos occidentales se han acostumbrado. Si eso fuera así ¿sería acaso lícito el que el mundo se concibiera de acuerdo a unos criterios que consolidados en Occidente hacen muy difícil su extensión a toda la comunidad internacional?
El futuro del Imperio de Occidente está como nunca en manos de sus ciudadanos, pues desde la consolidación del sistema democrático poco queda fuera de la responsabilidad de los mismos. Los gobernantes que pueden posicionar a esta sociedad occidental en una posición de ansiar perpetuar su dominio o hacia una cooperación internacional que reinterprete los roles de poder serán los que libremente elijan los mismos. Es quizá la hora de conocer en verdad si el último movimiento de este Imperio se decantará por los valores que predica o por la permanente imposición de su beneficio.