MASACRE ATÓMICA
Un 6 de agosto a las 8 h. 15 m. de la mañana la maldad del hombre tocó techo. La ciencia torció su camino y en vez de servir al progreso de la humanidad se sometió al servicio de los más bajos instintos de destrucción. Había surgido la era atómica con los peores augurios: un cuarto de millón de muertos como efecto de una única criminal e instantánea acción bélica. El efecto letal de tan mortífera arma presagiaba la carrera internacional para incorporarla a sus arsenales militares.
La nueva era atómica iba a dividir el mundo entre el club de los poderosos, que iban a desarrollar armamento nuclear, y el resto de los estados, que en el mapa de operaciones se configuran como auténticos pueblos sometidos.
El poder destructivo del armamento atómico ha variado de modo absoluto el rol del poder militar, todas las demás operaciones estratégicas han pasado a la categoría de escaramuzas en relación al poder efectivo de utilización del armamento nuclear. Cualquier potencia atómica tienen su arsenal dispuesto para utilizarlo y su poder contra otros países sólo queda coartado porque el enemigo sea también una potencia atómica capaz de responder en tiempo y ejecutar su poder de destrucción. Este desequilibrio es lo que anima a algunos estados, al contemplan su limitación, a desarrollar armamento nuclear.
El dolor de las masacres de hace sesenta años sobre las ciudades japonesas deberían haber conmovido las conciencias humanas para rectificar, pero el efecto de destrucción masiva no hizo sino fomentar los peores instintos de quienes ansían el dominio y el poder.
La justificación de la carrera armamentística nuclear como instrumento de defensa no deja de ser más que un enorme eufemismo, porque las cabezas nucleares son esencialmente un armamento ofensivo por su descomunal poder de destrucción.
Quienes detentan el poder en el concierto de las naciones pretenden institucionalizarse como únicas potencias con derecho a producir y utilizar la energía nuclear con fines militares. Ello no es sino una pretensión hegemónica que no sólo desdice de la moralidad de esas potencias sino de la legitimación de las instituciones internacionales bajo las que pretenden ampararse.
Requerir una política democrática para los estados que hayan de poseer armamento atómico no representa ninguna garantía para la paz. El aniversario que hoy recordamos nos deja patente como el único Estado que ha utilizado la energía nuclear como arma de destrucción masiva sobre una indefensa población civil es una potencia que se presenta como garante de la paz y la democracia en el mundo. La historia enseña que en la inmoralidad bélica los estados democráticos y los regímenes autoritarios se igualan en la criminalidad.
La sociedad japonesa en esta conmemoración del dolor por el holocausto de Hiroshima y Nagasaki ha solicitado del mundo civilizado un retorno a la cordura con la supresión del armamento nuclear. Mientras las cabezas nucleares estén dispuestas y la tecnología progrese hacia el incremento de la capacidad de destrucción, el riesgo de repetirse un holocausto sobre la población civil y que éste alcance magnitudes incontroladas dependerá de la tensión bélica que las ansias de dominio y poder generen entre las naciones. Sólo la destrucción de los arsenales y la efectiva gestión de los organismos internacionales sobre un control universal del uso pacífico de la energína atómica auspiciarán la esperanza de un cierto margen de seguridad para la población mundial.
La ética de la paz es incompatible con la creciente actitud bélica de los Estados que reclaman para sí el control de la seguridad internacional mediante la restricción de la libertad de las naciones emergentes. Un nuevo orden mundial que efectivamente preservará al mundo de una potencial destrucción nuclear no puede provenir sino de la generación de estructuras políticas mucho más justas que amparen el universal anhelo de una sociedad igualitaria sin discriminación.
La historia de la humanidad puede leerse desde la perspectiva belicista de que quien posee las armas ejerce el dominio e impone la ley a su beneficio en el orden internacional. Pero la lectura objetiva de la historia muestra que de las guerras sólo se genera destrucción y cómo ello afecta a la conciencia universal de vencedores y vencidos, para quienes no resta sino drogar el remordimiento con un actitud consumista que ahogue todo resquicio espiritual.
Ganar la paz exige mucho más esfuerzo que ganar la guerra, porque es producto de una auténtica regeneración interior desde los valores más radicales del espíritu humano. Tras la destrucción que sigue a las guerras surge espontánea el ansia de paz, pero desgraciadamente sucumbe a los pocos años de la tragedia por la pasión del poder o la venganza. Trabajar la paz debe ser el máximo reto personal del mundo civilizado, aunque su sistema democrático, que reproduce el sentir de los electores, no trasluzca actualmente que sea esa ética la que rije la conciencia de muchos ciudadanos.