PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 22                                                                                            SEPTIEMBRE - OCTUBRE  2005
página 8
 

EL RUIDO MATA

 
¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
                                              (Luis de León)
Existen en nuestro entorno elementos que nos ayudan a sobrevivir, como los alimentos, y otros que nos matan, como la oxidación. La naturaleza es así de caprichosa y parece que su lógica es que los seres vivos se constituyan como eslabones de una cadena cuya esencia sea permanecer la especie y no el individuo.
Podríamos platicar mucho respecto al influjo del entorno sobre cada ser vivo, pero a mí me interesa resaltar uno de los factores contaminantes que con frecuencia se peyora pero que tiene una gran influencia sobre el organismo humano: el ruido.
El sentido del oído es muy importante en la configuración de la relación interpersonal y en la marca posicional respecto al entorno. El oído nos permite el uso del lenguaje oral, uno de los vehículos esenciales de la cultura, y nos alerta de peligros y circunstancias que ocurren a nuestro alrededor. Es muy importante distinguir en el sonido lo que es armónico o ajustado a los parámetros naturales de la percepción de lo que es en sí el ruido, cuyas características son la ausencia de toda armonía, lo que unido a una frecuente intensidad le convierte en un elemento agresivo para la naturaleza humana.
El sistema nervioso está capacitado para unas determinadas condiciones de audición y es especialmente sensible a la intensidad porque las variaciones de presión por las que el tímpano trasmite los sonidos, para que se conviertan posteriormente en impulsos nerviosos, producen dolor en ese órgano cuando se superan los límites anatómicos, pero también se produce un malestar en el organismo derivado de la persistente y desordenada acumulación de impulsos nerviosos a procesar en el cerebro. Si la excesiva presión sobre el oído interno produce dolor localizado, la contundencia del ruido sobre el cerebro engendra cefaleas y la incidencia del ajetreo derivado de una exposición excesiva al ruido genera insensibilizaciones y tensiones de los que resultan efectos secundarios para todo el organismo.
Si contemplamos el hábitat natural de los seres vivos, podemos observar cómo las capacidades de percepción de cada especie se ha ajustado a los sonidos de la naturaleza, de modo que nada inquiete la paz que sostiene su bienestar. Los sonidos naturales, como los pájaros, el mar, la brisa, son adecuados y agradables para el hombre; son molestos, en cambio, los ruidos de las tormentas, vendavales, terremotos. Los ruidos representan anomalías y su misma esencia parece un toque de atención ante un posible peligro.
Este acuerdo del sistema nervioso con la naturaleza parece haberse quebrado cuando el hombre ha introducido en su hábitat el ruido industrial. El entorno se convierte en este caso en un medio agresivo porque somete permanentemente al cerebro a la presión de una actividad irregular. Los nervios se encuentran alterados porque una información que ha de desechar como inútil e irregular le llega involuntariamente del entorno; se crea un estrés inmotivado y redundante con el que se convive impactando sobre el sistema nervioso, cuya actividad celular no descansa.
El tráfico rodado, la proximidad de aeropuertos, el ruido interior de trenes y metro, al paso de helicópteros, los electrodomésticos de la casa, los avisadores acústicos, la inadecuada utilización de las bocinas de automóviles, las sirenas de las emergencias, la maquinaria de construcción y otros muchos ruidos que se generan de continuo en las ciudades representan una contaminación que debe ser tomada en consideración en mayor medida, y muy especialmente en los países latinos.
¿Hasta cuánto incide esa tensión sobre la vivencia de las células neuronales?
Sabemos que el sueño regenera la actividad celular y permite al sistema de defensa reparar los desajustes metabólicos, y que para su conciliación se exige un nivel de silencio que permita la relajación de la actividad cerebral. Ello no es un hábito adquirido sino una exigencia orgánica, cuya eficiencia se muestra en cuánto mayor descanso proporciona dormir en régimen de absoluta ausencia de ruidos. La actividad celular precisa del descanso y su proyección de vida está muy relacionada a esa realidad.
En algunas culturas se presta más atención a la influencia de elementos químicos, provenientes de las combustiones o adquiridos en el caso de los metales pesados a través de la contaminación alimentaria, que a la incidencia sobre el organismo de la presión acústica, y muy posiblemente sea ésta la que, al menos sobre en un alto porcentaje de seres sensibles, produce un mayor desequilibrio vital. Esta forma de contaminación emergida del desarrollo se una a otras muchas para atacar el bienestar que genera el progreso. Dado que la capacidad evolutiva de adaptación a los nuevos ruidos molestos para el hombre es muy lenta, convendría que fuera su razón la que articulara ese justo equilibrio para no degradarse en su mismo progreso.