LEGITIMIDAD Y LICITUD DEMOCRÁTICA
La consolidación del sistema democrático como la mejor aproximación al ejercicio del derecho y la libertad de participación política de los ciudadanos ha inducido a algunos a pensar en la bondad moral de cuantos actos ejecuta la administración de un Estado estructurado según ese sistema.
Con independencia de que se cuestione desde la filosofía social cuál sea la auténtica esencia de la democracia que garantice realmente la libertad de la persona, lo que es cierta es la legitimación que los gobiernos y los parlamentos constituidos de acuerdo a los sistemas democráticos gozan por la designación y representación de sus ciudadanos. Por tanto, los actos ejecutivos que el gobierno dicte y las leyes que emanen del parlamento tienen plena legitimidad siempre que no sean fraudulentos son el sistema legal y jurídico establecido.
La legitimación democrática es consecuencia de la relación de representatividad entre elector y electo y su fundamentación está en que exista igualdad universal en el derecho para elegir y para ser elegido, y que el proceso que culmina con la representación de unos por otros contemple una plena igualdad para todos los candidatos. Así se podría sintetizar que lo que el sistema democrático legitima es la intrínseca estructura política de los individuos que forman una comunidad.
Mutar mentalmente el concepto de legitimidad hacia el de licitud es uno de los mayores errores de la modernidad en la concepción del sistema democrático. La ética que regula la licitud de los actos de los gobiernos democráticos -también de los autoritarios- sólo se ajusta según la capacidad de bien que se sigue de cada acto. Lo lícito en política es lo que genera el bien común, tomando éste en consideración de forma más amplia posible; y lo ilícito, lo que vulnera el bien común o vulnera a algún particular en sus derechos fundamentales. Así, la licitud no es consecuencia directa de la legitimidad del poder, sino que exige de la rectitud de ejercicio del mismo para la consecución efectiva del bien común.
El control de la licitud de los actos de poder democráticos es muy distinto si los actos se dirigen hacia el ámbito social interno de la comunidad o su influencia recae sobre comunidades extranjeras. En el primer caso, el juicio sobre la ilicitud de los actos, en cuanto que los mismos inciden directamente sobre los electores, pueden ser denunciados y removidos, siempre dentro del juego de las mayorías y minorías, lo que no garantiza su erradicación. Pero el caso más flagrante corresponde a los actos ilícitos en los que un poder legítimamente democrático puede infligir un grave daño a los ciudadanos de una potencia extranjera. En este caso ni siquiera queda el recurso al castigo electoral en las urnas. Piénsese, por ejemplo, en el caso de un ataque de guerra.
La sociología moderna en su afán de reivindicar las excelencias de la democracia ha descuidado denunciar que el sistema democrático sólo garantiza la legitimidad subjetiva del sistema para los propios ciudadanos, pero no así la licitud de sus actos, que estarán más o menos regulados en la voluntad de los electores.
El mayor desajuste del sistema se presenta en que la democracia no corrige la perspectiva de subjetividad que inhiere la conciencia de toda persona, por la que el bien se busca en función del propio interés. No sería pues extraño concluir que del análisis del ejercicio de poder democrático se sigue el beneficio para los mismos gobernantes, para sus partidos, para los sectores sociales que les apoyan y sólo finalmente para los ciudadanos del país, con pleno desprecio del interés y el derecho objetivo que de esas decisiones queda afectado el derecho de las personas ajenas a ese Estado.
Se ha pretendido corregir en parte ese profundo agujero de la democracia con la constitución de organismos internacionales que protejan la desigualdad real que en el derecho entre naciones existe, y en especial medien en las relaciones para evitar las confrontaciones armados como recurso par imponer los propios criterios. La gran deuda que aún presentan estos organismos con la democracia es que su misma estructura no es democrática, sino que está el servicio de los intereses de las grandes potencias, y el rol desempeñado en sus años de existencia se asemeja más al de justificación legal de los abusos de las potencias que al de un instrumento democrático internacional complementario al propio de los países.
Como conclusión podríamos decir que el discurso político tiende a confundir la legalidad, presentando los actos políticos de las democracias como altos lícitos en razón de la fundamentación del sistema, cuando sólo se puede afirmar la legitimidad de los mismos en razón de su solvencia ciudadana. Y muy especialmente recalcar que los actos jurídicos internacionales ni siquiera quedan avalados en su legitimidad por los organismos suscitados mientras los mismos no se estructuren realmente con los valores democráticos. Todo ello nos conduce a contemplar la necesidad de no dormitar sobre la retórica de la libertad y trabajar en firme para lograr auténticos progresos en la justicia social ante el reto de una sociedad global.