ÉTICA POSITIVA
Durante muchos siglos la ética personal se ha articulado entre el ejercicio del bien y la pasividad del mal. Actuar lo que la conciencia nos muestra como bien objetivo y según nos advierte del bien subjetivo que puede entrañar un mal derivado para terceros. Esta elección de la voluntad, de la que puede derivarse un mal ajeno y por tanto que nuestras obras no alcancen el bien más que en la satisfacción subjetiva, es la que principalmente ha constituido la naturaleza de la ética. Simplificando, sería adoptar como objeto de la ética la oposición en los actos entre el bien y el mal, siempre entendiendo que la percepción del mal nunca es radical y absoluta sino que se obra el mal porque de ello se obtiene al menos la percepción de un cierto beneficio subjetivo.
Esta concepción tan extendida de la ética como una elección entre el bien y al mal sólo abarca un pequeño campo de los actos humanos, porque si analizamos nuestros mismos actos percibiremos que sólo en un porcentaje de ellos realizamos una elección frente al mal y que en la mayoría de los actos que nos impone la rutina de la vida simplemente obramos procurando y siguiendo lo que consideramos aceptable o bueno.
Considerar el ámbito de la ética exclusivamente en la distinción operativa del bien y el mal sería reducir considerablemente su trascendencia como baremo del juicio de nuestra conciencia. La ética como valor quedaría supeditada a la evaluación del mal que pudiera derivarse de nuestros actos y a dirigir nuestras acciones de modo que eviten el posible mal.
Esta ética considerada en la oposición entre el bien y el mal, además de que sólo sirve a un reducido ámbito de nuestras operaciones, se constituye esencialmente como una ética negativa, la de evitar el mal, que durante siglos ha marcado, al menos, la vertiente de la ética social. Evitar y castigar el mal ha prevalecido sobre el genuino valor de la ética como reguladora de los actos humanos en su propio fin que es el ejercicio del bien.
El error quizá nazca de la percepción de la personalidad humana, en la que el debate esencial de la conciencia no está tanto en la elección del bien o el mal sino en la elección entre disfrutar de lo bueno y el ejercicio del bien. Por eso la ética, si quiere sostener la trascendencia de su identidad, ha de especializarse en la reflexión filosófica del bien para asumir en la conciencia el protagonismo motor.
La tendencia de la materia es a consumir el mínimo esfuerzo, y por ello la pasividad es una de las tendencias que el ser humano tiende a concebir como buena. El principal objetivo del hombre es lograr la subsistencia, a lo que dedica una gran parte de su rutina diaria, cuya compensación del esfuerzo invertido lo encuentra en el ocio. Bueno será todo lo que contribuya a la satisfacción sensible y tanto mejor cuanto menor sea el esfuerzo para conseguirlo.
Hacer el bien identifica una satisfacción intelectiva y esencialmente consiste en la activación de la potencia interna para producir una perfección en la naturaleza cuyo influjo mejore las condiciones humanas. Es un acto de dominio que exige la decisión de la voluntad a ejecutarlo y el esfuerzo para conseguirlo. El bien de alguna manera es el artífice de lo bueno.
En la vida práctica la ética habrá de regular más que nada el equilibrio entre el bien que se realiza y lo bueno que se disfruta, para que no exista una desajustada distribución por la que unos se esfuerzan en el ejercicio del bien -por ejemplo, el trabajo- y otros disfrutan de los beneficios.
La sociedad del consumo y del bienestar parece facilitar de tal modo lo bueno que podría considerarse como de natural, como si siempre y universalmente los hombres hubieran disfrutado así. Basta con levantar la vista y observar alrededor para percibir que la inmensa mayoría de la población mundial no tiene acceso a disfrutar de lo bueno, aunque no por ello son menos personas y muy posiblemente tampoco menos felices. La ética precisamente mueve al hombre a compartir por solidaridad lo bueno de que disfruta mediante su esfuerzo personal para comunicar lo que considera su beneficio hacia los demás. Ese inmenso campo de bien que se traduce en el trabajo por el desarrollo, en la aplicación universal de la medicina, en la protección de los derechos de los más desfavorecidos, en la conservación de la naturaleza para las generaciones venideras, en la consolidación del ideario de justicia, etc. Toda esa tarea puede empeñar la perspectiva de realización de una persona que anteponga la dimensión creativa de su personalidad al servicio del bien al mero disfrute de lo bueno que la vida depare.
Lo bueno siempre gusta y el gran peligro que entraña para la persona es que esa satisfacción produzca un influjo tan absorbente que la reduzca progresivamente e imperceptiblemente al ámbito de la pasividad, donde la conciencia no le recrimina porque no hace el mal, pero en su bagaje apenas acumula el bien. En ningún caso se quiere traslucir que lo bueno sea malo, sino más bien que la medida de su disfrute no puede atolondrar el proyecto personal hacia el bien. También la ponderada satisfacción en disfrutar de lo bueno es algo necesario para no caer en la depresión de considerar la vida una amargura, y mantener con el optimismo el grado preciso de estabilidad emocional.
Construir una ética positiva que mueva los nobles sentimientos de las personas supone en muchos casos vencer tradiciones que definían una moral preceptiva como el paradigma del bien, cuando en realidad era una acomodaticia norma de conducta más próxima de legar una justificación de conciencia que la experiencia positiva del ejercicio reflexivo del bien.
Se dice que la ética es esencialmente un valor personal e interior en tanto en cuanto la conciencia del ejercicio de bien radica en esa evaluación íntima de lo que cada uno puede y debe hacer y de lo que de ello cada cual realiza efectivamente, lo que exige tener el intelecto despierto y el ánimo dispuesto, actividades que definen la esencia del hombre como agente creador.