PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 23                                                                                            NOVIEMBRE - DICIEMBRE  2005
página 9
 

 MADURAR EL ESPÍRITU

 
Aunque el proceso de desarrollo del espíritu humano constituye uno de los temas más apasionantes de la sicología metafísica por la unión y relación que mantiene con la materialidad del sistema cognitivo, no es mi intención en esta mesa de ideas profundizar en esa cuestión sino aportar una reflexión acerca de los distintos estados por los que pasa la madurez del espíritu humano.
Podría ser un tópico abundar en la inmadurez de la juventud pero, si se toma en cuenta la perfección lineal en el eje temporal del conocimiento, lo propio de la juventud ha de ser la falta de elementos de juicio y contraste, y por ello una cierta inmadurez que se concreta en la exaltación de las pocas ideas que se tienen por modelos universales de actuación. Es el idealismo juvenil, que a sus deficiencias opone la pasión directiva de las ideas que excluye todo escepticismo. El espíritu del joven se caracteriza por la preeminencia de las ideas sobre la responsabilidad de los actos, porque ni la satisfacción ni la perfección buscada se logran habitualmente en la primera realización.
Madurar es progresar en ponderar la realidad en lo que realmente aporta de perfección al individuo. De la sucesiva acumulación de experiencias se mejora el juicio de lo que la realidad es capaz de aportar para la satisfacción de las expectativas. Así, con los años se pierde el idealismo de las primeras intuiciones y se gana en el pragmatismo de los juicios. La objetividad lograda, no obstante, puede mermar la audacia del espíritu cuando considera escasa la rentabilidad del esfuerzo intelectual. Poco a poco se aviene al acomodo del dictado de la realidad exterior y el hábito de la intuición prospectiva se debilita. Se impone entonces el materialismo por el que el espíritu en la relajación de su esfuerzo se satisface en el reporte de la realidad circundante. Es en esta ocasión cuando la creatividad decae y el conformismo se adueña del hombre hecho.
Podría pensarse que se corresponde la madurez con la superación de la incertidumbre juvenil, pero mayor pasividad en el espíritu se sigue cuando el escepticismo de la efectividad del ejercicio intelectual se impone, y la vida se conduce con simpleza en lo que deparan las circunstancias.
Con independencia del valor que la experiencia reporta a los juicios, la capacidad de síntesis ante cada situación es muy distinta de unas a otras personas, por lo que la madurez se alcanza según un proceso particular en cada persona que, aun dependiendo de la edad, no resulta aplicable de forma sistemática.
Sostener el espíritu joven cuando pasan los años tiene mucho más de conservar la audacia de la creatividad que de la contemplación de los progresos intelectuales acrisolados por las lecciones bien aprendidas. Ese bagaje es tanto más útil cuando no se ha caído en la apatía intelectual que mira con nostalgia al pasado, como si el tiempo fuera robando la seguridad en la que el hombre se sentía instalado.
La madurez no se opone al idealismo juvenil sino en lo que éste contiene de inconsistencia intelectual por la escasez de los recursos de experiencia. Pero el espíritu no progresa por la inercia de la vida si no se hace en el rigor del esfuerzo intuitivo. La maduración del espíritu sólo se concibe como un crecimiento de la actividad intuitiva sobre la experiencia intelectual que se alimenta del vivir la vida misma, pero que lejos de ser un proceso reflejo exige la voluntad de implicarse en la interpretación de las ideas que alimentan la aplicación de la vida espiritual.