PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 26                                                                                           MAYO - JUNIO  2006
página 8
 

 LA SOCIEDAD DE LA PRISA

 
Los que ya por muy mayores conocimos los tiempos en que los automóviles eran escasos y apenas sus marcadores llegaban a 100 m/h contemplamos cómo se sucedieron los acontecimientos de modo tan apremiante que su continuo cambio se nos pegó haciéndonos vivir a la carrera. La velocidad de las máquinas alteró el ritmo de vida del hombre y sacándole de su parsimonia secular hubo de acostumbrarse a hacer todo como si la faltara tiempo en la vida para cumplir. Sólo del medio rústico se salvó porque, gracias al buen Dios, los animales no mudaron sus maneras de hacer lo de siempre.
Cuando la sociedad urbana creció en tal manera pocos sabían cuánto de su tiempo iban a emplear en ir de un barrio a otro, de modo que tantas horas perdidas habrían de recuperarlas acelerando las rutinas diarias. Comer, dormir, amar, la labor, curarse la calentura, todo habrían ya de hacerlo con prisa porque el tiempo apremia y el patrón impone mejorar cada año los rendimientos del taller. El corazón el hombre ahora lo lleva en la muñeca, y su tic-tac y el correr de las agujas le recuerdan que le tienen por esclavito de cumplir con su programa.
Es muy probable que el hombre de hoy haga muchas cosas más cada año, pero la que le empieza a estar vedada: contemplar, la que quizá le valiera por todas. Porque el vivir de espaldas, cuando a todas partes se ha de allegar corriendo, desvincula al hombre de un entorno que se le hace paulatinamente más distante.
Esta carrera por alcanzar ya un progreso infinito produjo que la medicina haya encontrado soluciones a casi todas nuestras dolencias, pero abrió paso a esas dolencias mentales, como el estrés y la depresión, por la insatisfacción permanente de las almas que se quiebran al tener que seguir la aceleración que los cuerpos demandan.
La sociedad de la prisa que paraliza la vida y perpetuamente la acción de tantos conductores en la carretera. No era preciso correr, porque siempre hay una vida por delante para realizar y cumplir los compromisos, pero el hábito de la prisa que se había apoderado de la razón era quien ponía la fuerza sobre el pedal del acelerador.
¿Quién piensa? ¿Quién medita? No queda tiempo para la razón. Se arrincona la filosofíia porque no sirve como remedio inmediato de los acuciantes problemas que la dinámica generó.
Quisiera que mis nietos leyeran sus cuentos disfrutando del placer de descubrir el valor de la palabra, y que sus personajes fueran los confidentes de sus sueños, pero unas esquizofrénicas maquinitas, importadas de las gestoras de la nueva civilización, les convierten en autómatas reflejos del vertiginoso ritmo que sólo les enseña a responder a la aceleración.
Antes hubo el abismo entre padres e hijos que el respeto impuso. Ahora, cuando convergió la familiaridad del trato y se disolvieron tantos esquemas distanciadores, para poderse entender, resultó que no queda tiempo para sentarse a escuchar.
Muy probablemente ande perdido en una sociedad que me ha sobrepasado, pero me preocupo aún de disfrutar de ese entorno de lo mío en el cual contemplarme dueño y no servicio del señor tiempo. Me resta el placer de disfrutar lo que hago sin que los nervios me atosiguen, como a los míos, con lo que las nuevas tecnologías nos prometen traer.