PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 27                                                                                           JULIO - AGOSTO  2006
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    PIEDAD Y SANTIDAD

 
Durante muchos siglos se ha considerado la piedad como la caracterización principal del hombre religioso, aunque en el momento presente cada vez toma más fuerza considerar la santidad como el carácter esencial de la religiosidad. Como ambos términos tienen un campo semántico muy amplio, vamos, en primer lugar, a definir esos conceptos tal como los entendemos aquí:

1- Piedad: Conjunto de actos con los que cada persona se relaciona con Dios.
2- Santidad: Vivir según el requerimiento de Dios con fehacientes obras buenas.

La piedad es necesaria para el conocimiento de Dios porque, siendo Dios espíritu, todo lo que se puede conocer de Él proviene de la meditación, o bien porque se profundiza meditando en lo que Dios ha podido revelar sobre sí mismo, o porque por la meditación se alcanza la percepción intuitiva de las realidades sobrenaturales. La piedad, por tanto, es esencialmente experiencia comunicativa: oración.
Todo hombre dotado de alma espiritual está abierto a la trascendencia, pero no todo hombre posee a su alcance los medios para saber acerca de Dios. Como en cualquier actividad humana, el hombre precisa ejercitarse: aprender, para poder realizarla. Por eso la piedad se constituye en cuerpo y hábito de la asimilación de una doctrina religiosa. La piedad personal interioriza los contenidos de la cultura religiosa hasta hacer que animados por la fe y la experiencia interior se conviertan en un elemento trascendental del sentido de la vida.
Pero la piedad, de por sí, no trasciende al mundo moral, o sea, al compromiso de valor de los propios actos humanos. Se puede ser una persona de una gran vida de piedad y que sin embargo la misma no haya trascendido sobre la responsabilidad de cada uno de los actos humanos que cada persona debe realizar en la vida. Por eso, cada vez más el concepto de santidad se impone como el exponente de la vida religiosa. Sólo desde la real práctica del bien el hombre religioso se justifica como leal intérprete de la voluntad divina sobre los hombres. En la medida que el hombre se empeña en el ejercicio del bien, realiza en sí, como sujeto creativo, la voluntad de Dios.
Claro que como hacer el bien entra en contradicción con la tendencia natural a la autoconservación y al estímulo interno por el placer y la satisfacción sensible, es muy fácil que la personalidad humana se instales en una burbuja de bienestar, en la que puede sobrevivir la piedad, pero que realmente ahogue aquella esencia moral que le inclinaba a la inquietud por la práctica del bien.
La piedad sirve para alimentar la conciencia con los compromisos que la religión, como forma radical de la trascendencia humana, exige de las personas, pero en sí sólo actúan como un gran catalizador que induciría a moverse hacia la práctica, haciendo propios los sentimientos de Dios.
La santidad, obrar como seres espirituales imagen de Dios, exige la práctica de tanto bien personal como el que Dios realizaría desde la pequeñísima partícula que cada hombre es en la humanidad, pero cuya suma total es la identificación del bien que Dios comunica al mundo.