PARTICIPACIÓN
Los movimientos migratorios representan una constante en la historia de la humanidad, en la que los pueblos se han desplazado sobre la superficie del planeta en busca de las condiciones más favorables de vida. Esta tendencia puede ser considerada de naturaleza porque en su raíz sigue la elemental ley de la supervivencia. Por ello no es extraño que en cada época, y según las características sociales de los distintos grupos, las migraciones constituyen un factor sociológico de gran trascendencia.
Bastaría recordar las migraciones de los pueblos bárbaros hacia el entorno del Mediterráneo, o las colonizaciones americanas, como ejemplo de cómo influyeron en el devenir de la humanidad.
Una parte importante de los flujos migratorios conllevaron la fricción entre los pueblos asentados y los venideros por el dominio de los recursos naturales que aseguraban su sostenimiento y bienestar. Proporcionalmente a la merma de dominio que se percibía la actitud receptiva se volvía hostil, lo que originó guerras y enfrentamientos entre las diversas comunidades.
Esta realidad histórica se hace patente en el siglo XXI donde el flujo de migración desde los pueblos más deprimidos del sur a los desarrollados del norte podría considerarse como ley de naturaleza. Cuando los medios de comunicación han difundido las condiciones de vida de uno y otro mundo, la lógica respuesta es migrar hacia la conquista de una vida mejor.
Cuando se contempla estas vicisitudes históricas como incidencias sociológicas se puede olvidar lo más importante: la trascendencia humana de esta realidad. Quienes migran son personas, y por tanto seres que permanentemente deben ser tratados y considerados en función de esa dignidad.
La conjugación de humanismo y migración quizá sea una de las principales proyecciones de la solidaridad, que en esencia radica en la toma de conciencia de que la dignidad humana del inmigrante es idéntica a la dignidad humana de la población de los pueblos receptores. De tal modo que el problema de la migración, en cuánto tiene de trascendencia humana, afecta por igual a ambos hemisferios y nadie escapa de la responsabilidad en conciencia de tratarlo en el plano del respeto a los plenos derechos humanos.
En un mundo progresivaemente democratizado no escapa la responsabilidad de cada ciudadano en el doble aspecto de salvaguardar los derechos personales de los inmigrantes con quienes entra en directa relación, y la de apoyar a las políticas que asumen la protección de los derechos humanos. El gran escollo que se plantea es que la dimensión global de la migración requiere planes estructurales mundiales cuyo coste la sociedad del bienestar no parece dispuesta a sumir más allá de lo que le convenga en su servicio.
Ante la realidad de la migración lo que sí cabe hacer de forma inmediata es flexibilizar la mentalidad occidental para dotar de derechos a los inmigrantes, pues por su condición de personas les correspondería participar activamente en el ordenamiento social en el que participan con el servicio de su trabajo. Creer en los derechos humanos no puede seccionar su aplicación según sean de convenientes las circunstancias, sino asumir que las personas, sean del origen que sean, se perfeccionan con su creatividad entre la que está la participación en la vida social.
La solidaridad también se mide en el grado de la esfera de dominio que se está dispuesto a compartir, y por ello paulatinamente la estructura social y política debe abrirse a la participación de los inmigrantes como una forma de abordar una nueva realidad sociológica. Si la democracia es una actitud de conciencia, la misma ha de extenderse a que los inmigrantes puedan cooperar a construir la sociedad a la que avienen y por tanto en ella, de un modo lógico y coordinado, puedan ejercer sus derechos en lo que afecta a la vida laboral, social, municipal, política, etc. Cercenar esos derechos sería de alguna manera volver al pasado colonial o esclavista donde la persona no tenía reconocidos sus derechos humanos por ser persona, sino en virtud de su raigambre.
La conciencia humanitaria del siglo XXI exige una gran maduración porque las diferencias entre ricos y pobres no deberían perpetuarse construyendo murallas o guetos, sino con la solidaridad del esfuerzo personal por ver en el menos favorecido el objeto sobre el cual incidir el favor del bien.