EL RASERO
Muy a menudo nos figuramos que cada cual somos como la estereotipación que nuestro entorno social crea, y que nuestra personalidad asume los valores que la misma enaltece. Así, pensamos que somos personas que respetamos a los que tenemos próximos en nuestra vida familiar, laboral social, etc.
La sociedad, en cambio, parece que denuncia una progresiva falta de tolerancia y comprensión, lo que evidencia el conflicto entre lo que las personas se juzgan subjetivamente y cómo son sus comportamientos reales con los demás. El acoso laboral, la violencia doméstica, el bowling, la malquerencia entre parientes, las rivalidades vecinales, etc. son realidades que evidencian una tensión en las relaciones interpersonales que mostraría la contradicción entre cómo nos valoramos personalmente y las deficiencias de nuestro comportamiento social.
Siempre se ha establecido el respeto a los demás como la manifestación externa de la capacidad de amor que posee una personalidad, porque el amor o se proyecta en afectos y efectos concretos en las relaciones, o realmente no existe sino como un amor propio, o sea la estima subjetiva que antepone el propio interés frente a los demás, esa exclusividad de la valoración de lo mío que realmente es la negación del significado más intrínseco del amor.
Conocerse personalmente es una de las tareas más difíciles que ha de abordar la racionalidad del ser humano, porque la subjetividad ciega la objetividad, y muy pocos individuos recurren a la meditación de la valoración de sus actos de conciencia. Por tanto, es muy interesante objetivar algunos parámetros que nos puedan servir como indicios de la capacidad de amor de nuestra personalidad.
Un principio esencial radica en cuánto y cómo acostumbramos a juzgar a los demás. Toda nuestra actitud a los demás depende en gran medida de la predisposición subjetiva a la relación, y ésta en mucho se ajusta al juicio interno que nos ofrece una valoración de otra persona. Si consideramos al otro como de modo positivo, ello favorecerá la predisposición a relacionarnos con él; en caso contrario, la tendencia es a ignorarle o a medir cautamente los lazos de unión.
Juzgar a los demás ya de por sí es una tarea harto dificultosa, porque además de que nuestro conocimiento queda limitado a unas cuantas experiencias del comportamiento ajeno, que la mayor parte de las veces son escasamente significativas, nuestra apreciación es mayormente subjetiva tendiendo a valorar según los criterios afectos a nuestros intereses. Un espacio importante de esos juicios radican en los prejuicios que por costumbre o tradición se han instalado en nuestros modos de entender la vida, y que empleamos como reglas de medir y valorar la conducta ajena. Quizá nunca nos hemos detenido a revisar lo que de atinado tienen esos prejuicios que usamos como norma inalterable y por ello nuestros juicios, además de subjetivos, contienen un algo de irracionalidad en cuanto que seguimos pautas que ni siquiera las hemos sometido a un detenido análisis de la razón.
El rasero con que juzgamos viene a constituirse como la clave del amor de nuestra personalidad, porque la tolerancia que el amor exige se conforma según nuestra mesura en el juzgar a los demás, procurando anteponer la objetividad a la subjetividad, superando los prejuicios y reconociendo que nuestro jucio es parcial y limitado, y por ello abierto a la permanente reconsideración, de acuerdo a las nuevas circunstancias que exijan una rectificación.
La perfección de la propia personalidad exige ser comedidos en el juzgar, partiendo de que la diversidad de criterio y opinión representa uno de los mayores enriquecimientos del ser humano, y por ello una mente abierta que considera esa realidad tiende a no juzgar desde su propia perspectiva sino contemplando la riqueza universal de las distintas formas de ser.
En unas relaciones en que predomina el amor y la amistad la tendencia debe ser el contraste de los valores inherentes a los diferentes ideales y la mutua comprensión de las apreciaciones distintas, porque a toda persona se ha de conceder el beneficio de la honradez intelectual.
Desmontar la rigidez de juicio conlleva un progreso de la personalidad por la que el rasero de medir a los demás se flexibiliza tanto como nuestro amor propio se somete al efectivo valor del amor.
A veces se considera la intransigencia en el juicio como la reafirmación de una madurez de la personalidad, consecuencia de un excelso grado de autoconciencia que genera una aplastante seguridad en las decisiones. Pero la vida ha demostrado cómo tan arrebatantes personalidades muchas veces han conducido a la sociedad al abismo.
Muy posiblemente el enriquecimiento en tolerancia de la personalidad, evitando los juicios ligeros, sea un factor que sirva para favorecer el diálogo que construya una mejor convivencia social.