EXPLOTACIÓN GLOBAL
El colonialismo se ha caracterizado en la historia por una distinción absoluta de derechos entre el colonizador y el colonizado. Para el primero sus derechos eran inherentes -por su condición de ciudadano de un determinado estado con poder- a la estructura sociológica de la administración del imperio, y por tanto le correspondía protección jurídica según las leyes con que los ciudadanos se protegían. Para los segundos, los colonizados, que no poseían la condición ciudadana, no existía garantía jurídica y quedaban a merced de la moral del colono, quien regía sus dominios sobre la población sometida con el absolutismo de quien no teme el rigor de justicia alguna.
Esta explotación del hombre por el hombre constituye la cúspide de la falacia moral del reconocimiento de los derechos fundamentales de toda persona humana, y su teórica abolición marca el comienzo de la edad de la globalización, en la que una ética universal reconoce a todo hombre igualdad en los derechos fundamentales que en su participación en la vida social le corresponden por ser persona.
La teoría de los derechos fundamentales suponen una obligación moral para todas las partes que convergen en una relación social, y la moral individual obliga a que cada cual según su grado de cultura y formación los aplique en plenitud. Por ello las transacciones económicas que las transnacionales establecen no quedan exentas de que en toda su extensión se gestionen con la exigencia ética que los promotores se exigirían en las relaciones con su propia ciudadanía. La aplicación de los derechos humanos debe extenderse desde quien más los estima y reconoce hacia quien nunca los ha gozado, siendo lo contrario una reminiscencia del imperialismo colonial que protegía la explotación del hombre por el hombre.
El abismo económico y social que distancia los distintos mundos sociológicos incita a mantener -mientras el mercado lo permita- condiciones de producción tanto más rentables cuanto más se aprovechen las carencias sociales de los países en vías de desarrollo, haciendo caso omiso de los imperativos morales que las leyes de los estados promotores de las compañías mercantiles exigen para la legitimación ética de las relaciones sociales.
Aplicar el derecho según el ámbito territorial de su jurisdicción, de acuerdo a la promulgación en los estados correspondientes, no dispensa de la aplicación de los criterios éticos que conforman la cultura de esos ciudadanos en todos los ámbitos de su ejercicio. Si la legislación socialmente más progresista de los estados se construye sobre la conciencia de sus ciudadanos ¿por qué los mismos no han de obrar bajo la misma ética en sus relaciones transnacionales? ¿o es que sigue imperando la doctrina del antiguo régimen por el que la dignidad humana se valora de acuerdo a la raza que la sustenta?
Si la sociedad no progresa en la dirección de que la ética personal se aplique por igual en toda la extensión de la economía global, se sigue permaneciendo en la realidad sociológica del colonialismo, aunque ahora el medio no sea la plantación latifundista, sino la estructura económica que las empresas transnacionales implantan aprovechando las muy desfavorables condiciones de esas poblaciones.
Si por progreso social se entiende la protección de la educación, la sanidad, la seguridad laboral, las previsiones de jubilación, la estabilidad en el trabajo, la formación continuada, etc. estas condiciones deberían estar propiciadas por los empresarios de las sociedades avanzadas, ya inviertan en su país, ya inviertan en el tercer mundo, porque su vigencia se corresponde con derechos y deberes personales que la conciencia no puede obviar aunque el escaso poder de la estructura social de muchos países en vías de desarrollo no los demande.
La argumentación de que el reconocimiento de los derechos sigue a la presión sindical para su establecimiento es un argumento de doctrina liberal que no guarda relación con la ética. Ello está conduciendo a una deslocalización global de las inversiones que siguen postulados de explotación incompatibles con el progreso moral que se atribuyen los estados de la civilización occidental. Quizá por ello, las nuevas corrientes neoliberales quieren despojar al estado -o sea: a la colectividad- de su responsabilidad en la construcción de una moral global que dirija las tendencias sociales de la edad de la globalización. Sólo caben dos modos de gestionar la moral ciudadana: o se la obliga a vivir en permanente contradicción de conciencia, o se la quita el protagonismo social. Ambas suponen una regresión absoluta de la transposición universal de los valores morales que la civilización occidental proclama difundir.
Es muy posible que los progresos sociales los quiera la sociedad occidental para sí misma, como en otro tiempo ignoró que muchos pueblos fueran objeto de derecho. Pero aunque ello pudiera reflejar un índice de progreso en el bienestar, lo que realmente reporta es la decadencia moral de sus instituciones para liderar un justo desarrollo global.