HÁBITOS PARA UN MEJOR HÁBITAT
La porción de naturaleza que contamina cada persona humana está relacionada generalmente con su nivel de bienestar, porque el mismo se considera como tal cuando se dispone de muchos servicios, los cuales consumen energía, emplean elementos agotables y generan residuos contaminantes.
En la estructura profunda, un bienestar que agota las posibilidades del planeta representaría una paradoja, si no fuera porque la aplicación del bienestar y el deterioro no se corresponden en el espacio y en el tiempo. Así, mientras los afortunados del bienestar se distribuyen en zonas localizadas del planeta, el malestar causado es universal; mientras el bienestar lo disfruta en vida una generación, el deterioro se proyecta sobre las futuras generaciones.
Cuando el supuesto bienestar lo disfrutaba una exigua minoría, la repercusión de la degradación del planeta se pudo considerar controlada, pero el verdadero problema que se presenta es la extensión del bienestar, desde su configuración como un hábito de vida sin retorno, a cada vez un mayor ámbito de población que se considera con idéntico derecho a la participación de los bienes que mejoran su experiencia vital. De este modo la contaminación del planeta crecerá en tal progresión que sólo un acción global concertada podría poner coto a la atodestrucción. Para favorecer la legítima difusión del bienestar sin que ello produzca efectos negativos se haría necesario primordialmente cambiar los hábitos de quienes disfrutan -y difunden, constituidos como modelos ejemplares de vida- los beneficios de la comodidad tecnológica, modificándolos hacia formas de vida menos contaminantes hasta alcanzar un grado en que la inversión en regeneración sea parecida al deterioro producido.
Si toda la humanidad alcanzara el actual nivel de bienestar, -lo que es un objetivo laudatorio- con los parámetros que actualmente el mismo arroja de degradación, la vida del planeta sería insostenible. Como todas las personas gozan de un igual derecho al desarrollo y participación de los bienes de la naturaleza no puede negarse la legítima difusión del bienestar, por lo que para que pueda ser asumido de un modo sostenible no cabe sino cambiar los hábitos de vida para que la población se sienta aceptablemente realizada sin generar su propia autodestrucción.
Hasta hoy se había implícitamente sostenido la idea liberal de que la regulación de los recursos naturales y de las actividades contaminantes se autocontrolarían de acuerdo a las leyes del mercado que gobierna la distribución de los bienes, pues en función de la naturaleza de los recursos se ajustarían los precios, de modo que cuando se percibieran señales de agotamiento el incremento de los precios los harían sólo accesibles a los sectores privilegiados más ricos del planeta. Pero lo que es aplicable a las materias primas no lo es a la contaminación, porque ésta es consecuencia del consumo y aunque afecte negativamente a la globalidad de la pobleción ello no obsta para que productores y consumidores sacien sus intereses mientras haya materia por explotar en el mercado. Así se difunde el consumismo como esencia de la política del bienestar sin considerar los efectos negativos para el futuro de la humanidad.
Puede comprenderse esta actitud del ser humano por la similitud de cómo trata su cuerpo con hábitos contra la salud. El tabaco, el alcohol, las comidas insanas, las condiciones infecciosas de muchas prácticas sexuales, las drogas, etc. son prácticas que ofrecen el espejuelo del placer momentáneo frente al deterioro de la salud y el riesgo de la afección a trasmitir a los descendientes. ¿Cómo el hombre es capaz de comportarse con esa irracionalidad? Pues porque el hábito ha dominado su voluntad y la consciencia de sus actos está negativamente marcada.
Enfrentarse a la modificación de los hábitos de vida de consumo es una de las tareas más difíciles de la masa social si o se cambian colectivamente las formas de relación entre las personas y la naturaleza. Individualmente cada una está sujeta a la determinación del entorno y sólo una acción conjunta que modifique las condiciones de vida del ámbito podrá mejorar los hábitos individuales. La responsabilidad social no excluye la necesaria participación singular, pero es precisa una mentalidad global del daño para rectificar.
Pensar consecuentemente desde la perspectiva que ofrece una amplia visión del conjunto de la humanidad debería mover nuestras conciencias a conservar el patrimonio común para disfrute de los más, considerando que regular nuestro consumo para que los bienes de la naturaleza sean también posibles de disfrutar para los que ahora los tienen vedados merma parte de nuestro bienestar material pero robustece nuestra conciencia de bien en lo que se ajusta a la realidad de disfrutar del mundo en lo que justamente nos toca.
Trabajar con una perspectiva de globalidad debe cambiar los hábitos actuales creados al margen del deterioro medioambiental y del consumo desenfrenado de recursos. Sólo una política internacional concertada puede mover a los Estados a sumir su conciencia de responsabilidad y a transmitir a sus ciudadanos exigencias de autorregulación para hacer más solidarios sus hábitos construyéndolos no sobre el propio interés sino sobre ideas racionales que midan nuestro influjo en la conservación de un mundo que nos pertenece colectivamente y que hemos de conservar en condiciones de vída aceptables para las sucesivas generaciones.