EL EJEMPLO EN LA FAMILIA
La estructura social que ampara al ser humano tiene en su base una comunidad de orden natural, consistente a lo largo de la historia, cuya finalidad es protegerle, criarle y educarle personalizadamente en su desarrollo, especialmente durante los primeros años de vida. Esa institución secular es la que denominamos familia, constituida esencialmente por padres e hijos, y extensivamente a cuantos por relación de sangre se vinculan en grado sucesivo.
El que la familia ejercite bien su cometido educativo no es trivial para la sociedad, porque su influjo revierte sobre la configuración de la personalidad de los hijos de cuya efectividad se sigue un bien para el colectivo social. La sociedad fundamenta en la familia la transmisión de los valores culturales más genuinos, contribuyendo con ellos a que las nuevas generaciones entren en relación perpetuando la sociedad.
Aunque se pueda discrepar sobre los límites en los que los progenitores han de tutelar la educación de los hijos para respetar su libertad, y no proyectar en los mismos la propia personalidad en un ansia de perpetuarse en la vida, lo que es indiscutible es que los hijos son consecuentemente queridos por los padres, y por ello, en cuanto fruto de un acto de su libertad, les corresponde en derecho velar para la mejor formación de los mismos.
El principal problema al que suelen enfrentarse los padres es la falta de preparación específica para educar, porque si para los aspectos más materiales de la crianza de los hijos suelen valerse de la intuición y la experiencia, en la labor de educar, o sea, la transmisión de valores, suelen presentar los padres muchas carencias por falta de recursos sociales que les capaciten para lo que es una tarea de transcendente responsabilidad. La sociedad forma a sus miembros para una capacitación laboral, pero emplea muy pocos recursos para adiestrarles en su condición de padres educadores.
Entre los muchos aspectos importantes que se podrían formular para el mejor ejercicio de esa función educativa de los padres, uno de ellos radica en enseñar con el ejemplo. Dado que los hijos deben madurar paulatinamente la capacidad de raciocinio de su entendimiento, las lecciones predicamentales calan muy lentamente, mientras que los hábitos se configuran en mucho por la imagen recibida, lo que origina que las maneras de actuar de los padres sean mucho más determinantes que sus palabras.
En la educación una norma fundamental es la coherencia, porque lo que más distorsiona la capacidad comprensiva de los hijos es la dicotomía entre la teoría y la práctica. Cuando se es mayor cabe la comprensión de la dificultad y el error, porque una experimentada razón es capaz de interpretar que no siempre se logra el bien deseado, al tiempo que percibe las limitaciones de la voluntad humana; pero cuando aún adolece la madurez de la razón la divergencia entre el discurso y el ejemplo conduce al nihilismo, o sea, a dar por incomprensible lo que se capta y por ello considerarlo como carente de valor.
Puesto que el ser humano es adicto a la razón, por naturaleza tiende al juicio, y los hijos, especialmente cuando despiertan en la pubertad a la diversidad que les brinda el mundo, tienden a formalizar realmente la imagen ideal que se habían formado de sus padres, y ello lo construyen sobre cómo sus padres son y no cómo dicen que hay que ser. Si existe coherencia entre los valores que los hijos adjudican a los padres según sus obras y lo que les han enseñado, se da por justificada la norma de vida aprendida. Pero cuando se advierte incoherencia, los hijos se sienten frustrados y se cuestionan radicalmente toda la educación recibida.
El esfuerzo que se pide a los padres para enseñar las buenas maneras con el ejemplo no va más allá que las exigencias de responsabilidad que se los pide en otros ámbitos, como el laboral, la convivencia en buena vecindad o la atención a otras necesidades de familia o parientes. Es una exigencia en someter la voluntad a la razón cuando ésta se guía rectamente hacia querer educar de modo eficaz. Supone la asunción de la conciencia familiar, en la que, porque se comparten ámbitos decisivos de la vida, se han de invertir grandes esfuerzos en llevarlos a buen término.
Renunciar consciente o inconscientemente al enseñar con el ejemplo supone de hecho desdeñar la tarea educativa de los hijos que tan trascendente es para la sociedad. Ello no es óbice para constatar que esa realidad es mucho más cotidiana de lo apetecible y que son menos de lo deseable las familias que asumiendo el rol de autenticidad acostumbran a los hijos a la consideración de valores con hechos y no sólo con palabras.
Pensar que los valores que se quieren en la personalidad de los hijos no son aplicables a los padres es un sofisma, porque el bien siempre es deseable y, si para los hijos se quiere lo mejor, debería la propia estima conducir los actos propios por esa vía. Cosa muy distinta es que para los hijos se deseen capacidades que superan las propias, y que en ese logro se empeñen los mejores esfuerzos.
Se podría resumir que el ejemplo constituye el mejor modo de enseñar y de favorecer instalar en las conductas de los hijos los hábitos que se aprecian. Lo contrario es construir sin sólidos fundamentos y causa de muchos fracasos para hijos y padres, de lo que toda la sociedad se resiente. No hay que olvidar que en buena medida los hijos de hoy, cuando sean padres, educarán a su vez como fueron educados. Hacer prevalecer los valores no está tanto en predicarlos como en encarnarlos y transmitirlos de generación en generación.