CARICIAS Y CAPRICHOS
La relación paterno-filial se encuadra en un marco de satisfacciones sensoriales y en un marco de responsabilidades. Las primeras se corresponden con los afectos que mutuamente deben ofrecerse en periodos alternos de vida: En la primera edad de los hijos la primacía corresponde a los padres; en la tercera edad de los padres la correspondencia radica en la iniciativa de los hijos. Dentro del marco de las responsabilidades en los padres está educar a los hijos; en los hijos asistir en las necesidades que los padres hubieran menester en razón de su ancianidad. Este cuadro formal de relaciones, tan sencillo de exponer no es fácil de llevar a buen término, y en ello se deriva una trascendencia social porque de las formas de relación de los padres para con los hijos se conforma parte de la personalidad de éstos, y no en poco también se deriva la autoestima de los mismos padres según el objetivo de satisfacción logrado en su empeño.
Ser madres y padres se sigue de un proceso natural en lo que se refiere a las funciones fisiológicas, pero para la función del ejercicio de la responsabilidad en la educación, al tratar determinaciones mentales, se han de guiar los progenitores de la intuición porque no existen leyes que certifiquen la cualidad del influjo positivo sobre la consolidación de una personalidad. El riesgo de la responsabilidad en la paternidad está en que se experimenta en hacer lo mejor por los hijos, pero no siempre se acierta. Quizá valga por ello esforzarse en aprender considerando las experiencias pedagógicas editadas y con ello mejorar la capacidad intuitiva que alumbra a la razón para tal empeño.
Entre los actos de relación paterno-filiales se encuentra las caricias que fortalecen la comunicación y que van a adquirir una importancia trascendental para que el hijo desarrolle en su personalidad la afectividad. Las últimas aportaciones de la investigación científica parecen revelar cómo el sistema sensorial humano dispone de terminales específicos distintos de los del tacto que se activan por la estimulación de las caricias, lo que evidencia cómo distingue el cuerpo los afectos. Desarrollar por tanto la afectividad, no como realización propia sino como forma de comunicación, ayuda a que los hijos desde su más remota consciencia formalicen la afectividad en las relaciones humanas, lo que sin duda trascenderá positivamente en su personalidad.
Acariciar toma formas distintas según crecen los hijos, pero serán importantes no sólo en los primeros meses o años de vida, sino también durante toda la niñez, hasta que en la pubertad se genere un cambio trascendente en la personalidad por la que la incipiente madurez desarrolle la concepción de sujeto activo y la progresiva incorporación de la iniciativa personal por la que se desea ser artífice de la propia afectividad. De ahí el despego hacia la dependencia de los padres que se produce en la pubertad y que no es por éstos fácilmente asumida.
Pensar que las caricias miman a los hijos influyendo de modo negativo sobre la formación de su personalidad supone un gran error de apreciación, porque lo que mima a los hijos es sucumbir a sus caprichos y favorecer no su afectividad sino su egoísmo.
Debemos considerar como caprichos aquellos comportamientos que no siguen a ninguna necesidad objetiva ni subjetiva real, y que el niño va desplegando para imponer su voluntad sobre el entorno. Los caprichos se desarrollan paralelamente a la percepción y se dirigen en buena medida a la afirmación del yo, lo que debe ser debidamente controlado en la educación de los niños para que la personalidad no se jerarquice egocéntricamente.
Cuanto mayor es la capacidad de razón de los hijos más se decantan hacia los caprichos y desdeñan los afectos, porque se comienza a confundir el sentido del querer valorando no lo que cubre la necesidad sino lo que satisface el antojo, actitud en gran parte consolidada al ceder los padres una y otra vez a exigencias innecesarias de los pequeños.
No se puede olvidar que aún con el mayor empeño muchas veces no se logran los objetivos de educación previstos, ya que al ser algo tan propio la personalidad y estar muy influenciada por los condicionantes genéticos del carácter la posibilidad del influjo externo es limitada. Un buen ejemplo lo es la diferencia que se aprecia en los hijos de una misma familia educados bajo criterios similares. Pero no cabe duda que una parte de esa modelación de la personalidad de los hijos responde al trato recibido en su educación, y por ello merece la pena el esfuerzo para criar personas afectivas desprendidas hasta la medida de lo posible del encadenamiento al yo.