EL MAL MARGINAL
Un reciente estudio sociológico sobre la personalidad de quienes habitan nuestras fabelas ha concluido que al menos nueve de cada diez ciudadanos se identifican con la gama de valores comunes al mundo occidental, apreciando principalmente a la familia, un puesto de trabajo y la vida vecinal. Sólo un resto, menos de uno de cada diez, se manifiesta involucrado en concebir la violencia y las drogas como una realidad inherente a su marginalidad.
Sin embargo, la concepción generalizada en una parte importante de la población acomodada de la capital es estimar que la mayoría de la población de las fabelas son presa de la violencia y causa y raíz de la inseguridad social de la ciudad. Se identifica la marginalidad económica y social con la marginalidad moral, por la simplificación intelectual que supone tomar la parte por el todo.
Esta proyección sociológica de nuestro país no es una excepcionalidad a la conformación del pensamiento universal, porque en la mayor parte de los juicios de valor se tiende a generalizar y a tomar al conjunto por la parte, lo que origina juicios de valor un tanto desequilibrados.
Se condena a los pueblos por la actitud de sus dirigentes, se estimatiza a las religiones por la dogmática de sus jerarquías, se generaliza en la culpabilidad a las razas, a los colectivos sociales, a los inmigrantes... sin pensar que esas colectividades no poseen un valor común por mucho que queramos considerarlas como un conjunto agente.
Convendría desdramatizar la insidiosa denuncia generalizada que incita a dividir el mundo en colectivos enfrentados, porque la mayoría de los componentes de los bandos que se quieren configurar comparten más valores que los que les diferencian, por mucho que sus representantes, legales o ficticios, se presenten como alternativas irreconciliables.
La esencia de este fenómeno sociológico se encuentra en lo que podríamos llamar el mal marginal, que afectando a un porcentaje muy reducido de la población se proyecta como la esencia de la comunidad, desvirtuando el verdadero sentir de la mayoría. Considerando que la sociedad no ha perdido el juicio, se puede establecer como bien lo que la conciencia mayoritaria de la población asume como valor y satisface sus anhelos y necesidades, entre ellos es universal la amistad, la consideración al otro, la no violencia, la satisfacción de los derechos humanos, la solidaridad, la justicia, la paz. Estas actitudes de vida no sólo son teóricas, sino que una inmensa mayoría las practica, con más o menos acierto, constituyendo el haber más importante de la humanidad. Frente a este sentir general, existen grupos numéricamente minoritarios, pero con un gran peso por los medios de poder de que gozan: económico, mediático, religioso, político..., que como líderes sociales trajinan el consentimiento general para hacer valer sus intereses en el concierto universal. Es esta marginalidad poderosa la que genera las guerras, los monopolios, las intolerancias, las desigualdades, el desequilibrio en el control de los recursos... en general la que genera los desequilibrios que conducen a la violencia y al enfrentamiento entre los pueblos. Urdir la agitación de las voluntades para ganarlas a su causa es una estrategia muy antigua, y no por ello menos eficiente, para capitanear cualquier modo de revolución de la que sólo unos pocos obtienen beneficio, aunque la mayor parte de las veces si no la tragedia del enfrentamiento social al menos infunden la desconfianza e incrementan el rencor.
Son una minoría quienes maquinan el terror en el mundo, pero cuentan con la fácil adhesión de quienes se dejan fácilmente impresionar por el temor y de quienes por su falta de recursos culturales están incapacitados para emitir una respuesta crítica coherente. La mayor parte del mundo sabe distinguir el bien del mal, pero son muchos los que impresionados por una falsa retórica del ejercicio de los derechos siguen un dictado sin percatarse de la incoherencia de sus premisas hasta la experimentación de sus fracasos.
El gran enigma sociológico sigue siendo por qué la mayoría no impone su primaria racionalidad y sigue paciente en su ambiguo silencio.