Desde comienzos del siglo XX se desarrolló la intención de construir organismos internacionales que medien entre los distintos Estados con el primordial fin de favorecer la paz y evitar la guerra entre las naciones.
En la medida que se vislumbró que en el germen de las guerras están los desequilibrios sociales y económicos, se potenció la creación de organismos internacionales sectoriales. Así nacieron la Sociedad de Naciones, la FAO, la UNESCO, el TI de la Haya, la OIC, la UEA, etc.
Cuando a diario en las noticias de prensa se suceden las citas a alguno de estos organismos, como lector me pregunto si en verdad estas prestigiadas instituciones sirven a los fines para los que fueron constituidas.
Si en la paz se avanza con un paso adelante y dos atrás, si el hambre continúa haciendo mella en la humanidad, cuando parece que los Estado se cierran más en sí frente a una sociedad que auspicia más libertad, mientras las páginas de los diarios cada día rezuman de la acechanza internacional, creo que para el ciudadano normal, o sea, lo que somos la mayoría, cabe preguntarse por la validez de tanto instituto internacional y por las causas de sus limitados éxitos.
La respuesta quizá sea compleja para los eruditos estadistas que los promocionan y para los sagaces políticos que las gestionan, pero para el buen hombre, cuya única guía es el pensamiento, le parece que la misma estructura de alguna de esas instituciones hace que su capacidad quede en entredicho.
Por ejemplo, si nos referimos a la institución de instituciones, o sea, a la Organización de Naciones Unidas, y analizamos la estructura de su funcionamiento, nos podemos percatar de la incoherencia de algunos de sus esquemas más básicos. Si un foro internacional quiere adquirir alguna autoridad, aunque sólo sea moral, exige que su estructura sea representativa, que la participación sea libre, y que las decisiones que le incumban surjan como consecuencia de un comportamiento democrático.Al tener como fin las relaciones internacionales entre Estados, y no los internos propios de cada nación, parece que la representación corresponde a la autoridad real de cada pueblo, con independencia de su ideología o sistema de gobierno. La participación libre ha de garantizar la libertad de opinión y voto. El talante democrático exigiría que sus resoluciones fueran el reflejo real de la opinión de las mayorías representadas con independencia de las cotas de poder real que conlleven. Se puede proporcionar la representatividad a la población pero como valor democrático nunca podrá estar condicionada al poder.Si las decisiones del organismo internacional están mediatizadas por los intereses de algunos pocos países, su autoridad será una quimera.Estos pocos países que se hicieron grandes con la victoria en la última contienda mundial, han arbitrado la política de la segunda mitad del siglo XX, y han puesto a su servicio las instituciones creadas.Para los nuevos tiempos, la diplomacia exigiría unas nuevas perspectivas si de verdad se quiere fomentar mecanismos eficaces para la construcción de un nuevo orden internacional.El comienzo sería establecer un nuevo marco de intenciones para que la autoridad moral de la mayoría de los pueblos primase sobre la utilización del poder de una o varios de ellos. En el nuevo orden no cabrían los privilegios de veto con que algunos miembros han definido el interés común y los límites a la acción internacional.La credibilidad de las instituciones cada vez se hace más necesaria en un mundo en el que la información todo lo analiza y contrasta, siendo responsabilidad de los estadistas conseguir con la trasparencia de sus mecanismos el equilibrio de sus juicios. Sólo así los organismos internacionales sustentarán su eficacia y ganarán la confianza de los ciudadanos del siglo XXI.