Lo habitual en política, quizá porque es un reflejo elemental de la psiquis humana, es apuntar las responsabilidades de los problemas a elementos exteriores. Son pocos políticos los que asumen la responsabilidad derivada de sus propias estructuras; el reconocimiento de los desaciertos de gobierno humillan, y, en criterio de los líderes, merman la moral de las naciones. Por eso, el común mensaje de tantos hombres de estado se centra en designar un enemigo común en cuya existencia se culpa la propia inestabilidad o la ausencia de paz.En contra, los sociólogos científicos desde el análisis de las estructuras sociales suelen desentrañar los auténticos desajustes internos que propician los desequilibrios de convivencia en un pueblo.Objetivar un enemigo exterior con frecuencia significa renunciar a la depuración de la inestabilidad interior. Los extremismos violentos internos suponen en muchos casos el apoyo político a posturas más moderadas, de modo que se sostienen aunque supongan un auténtico cáncer social.La inestabilidad que trasfiere a todo el mediterráneo el Estado de Israel no es un problema baladí. Una gran parte de esa problemática no radica tanto en la sociedad israelí como en la configuración dentro de la misma de elementos fanáticos.El fundamentalismo religioso no es una tendencia exclusiva de los musulmanes, sino también de otras culturas religiosas, entre ellas la judía; hasta el punto que el mismo constituye el verdadero problema de Israel.Cualquier fundamentalismo religioso se constituye como un fascismo en cuanto se erige como segmento de la sociedad intérprete de la norma social universal.Desde la crítica israelí, se cúlpa al fundamentalismo musulmán como el factor desestabilizador de la región, pero un análisis más riguroso no resiste considerar la implicación del determinismo religioso judío.Aunque el Estado de Israel, constitucionalmente moderno, se articula como un Estado laico, no es menos cierto que una parte relevante de su población aspiran a proyectar en él los anhelos históricos de la tradicional nación judía.Si se auspicia el reconocimiento del derecho de que judíos de todo el mundo puedan establecerse sobre la demarcación del Estado de Israel, no parece que dicho derecho pueda ser excluyente de los derechos que sobre la tierra tengan quienes habitaban el territorio en tiempos de la colonización británica. Si los Estados democráticos se construyen sobre el respeto a los derechos de las minorías y a la multiparticipación de todos los ciudadanos, la credibilidad del Estado de Israel como sociedad democrática no puede consolidarse sino sobre el respeto al derecho.La quiebra de estos principios democráticos por parte de las facciones extremistas religiosas judías es lo que constituye el principal obstáculo a una paz estable en la región. Cuando tras las difíciles conversaciones de paz en Oslo, se presagiaba la posibilidad de un marco de progreso hacia la paz en la región, el asesinato del presidente Yitzhak Rabin traslució al mundo entero como el sector extremista del fundamentalismo judío no estaba dispuesto sino a continuar la lucha por la expansión y la consolidación de un estado nacional judío.De la capacidad de la sociedad israelí para aislar la acción política del radicalismo religioso, seguramente dependa la posibilidad de que a corto plazo pueda progresarse hacia la paz.