LOS TRES GRADOS DE LA MEDITACIÓN
Meditar es un acto intelectual por el que la mente contempla en la realidad espiritual del ser humano su trascendencia vital. Su fundamentación está en la conciencia transmaterial que el alma humana percibe de sí misma, proyectándose desde ese conocimiento sobre la interpretación intuitiva de las realidades trascendentes a la percepción sensible. En cuanto su objeto trasciende la determinación material para penetrar el mundo espiritual, la meditación se considera un acto religioso, pues, aunque su finalidad inmediata no se dirija a la relación con Dios, el hecho de penetrar los caminos de la espiritualidad le aproximan a comprender la esencia misma de cualquier espíritu, en cuya cúspide, como puro espíritu dimanante de cualquier otro, se reconoce a Dios.
Aunque por derivarse de una dimensión esencial del ser humano la contemplación espiritual podría considerarse fácil y accesible, lo cierto es que el hábito de la actividad intelectual tiende a deliberar quasi espontáneamente en virtud de las experiencias adquiridas, y percibe de sí misma escasa trascendencia de su reflexión. En tanto en cuanto que la sensibilización material se hace prioritaria imponiendo sus determinaciones, la actividad espiritual decae hasta que el ser humano acaba mediatizado por su entorno desdibujándose la trascendencia de su propia personalidad. De semejante manera que el hombre metafísicamente sólo es libre porque quiera ser libre, como acto voluntario, de igual manera se reconocerá espiritual porque intelectualmente desarrolle la actitud para conocerse como tal. Desde ese primer albor hasta la penetración en el conocimiento de las más trascendente realidades espirituales existe un proceso cuyo hilo conductor no es sino la meditación, en cuyo ejercicio se pueden describir tres grados de consolidación intuitiva.
El primero de estos grados corresponde a la percepción de la propia realidad espiritual: la reflexión intuitiva que ilumina el intelecto sobre la naturaleza de la propia alma. Por ser el alma una sustancia espiritual no puede ser percibida por los sentidos externos, ni siquiera por las ideas mentales originadas por esas percepciones, sino por la penetración de una actividad inmaterial como la intelectiva. Por eso el objeto más próximo de la meditación radica en la percepción intelectiva de la condición espiritual del ser humano, lo que se aprecia como una captación intuitiva cuando se han inhibido los condicionantes sensibles.
Este primer grado de la meditación, quizá el más arduo, comprende desde la primera decisión de meditar hasta lograr desprenderse de los influjos sensibles, también la memoria, dejando obrar sólo a la intuición, que es la forma propia de conocer en los seres espirituales. El aislamiento es el gran aliado en este proceso, porque estando el cuerpo acostumbrado a la reiterada recepción de señales sensibles o éstas se intentan eliminar o será muy dificultoso superar la imaginativa procedente de la actividad cerebral. Descansar la mente dejándola libre de imágenes no es aún meditar, sino el preámbulo o paso previo, porque la mera pasividad no tiene entidad y el fin de la meditación es conocer, lo que se logra por la receptividad que la pasividad sensible de la mente facilita a las percepciones exclusivas del espíritu.
La meditación proporciona un verdadero conocimiento en este primer grado, entre otras cosas, de la realidad de la propia dimensión espiritual, distinguiéndola de la material, de modo que por la intuición se instruye de un entendimiento de la vida mucho más amplio, cuyos efectos muchas veces contrarían las anteriores acepciones que se tenían sobre cosas y sobre personas. Es quizá ésta una de las evaluaciones de que la meditación ahonda en el conocimiento de sí, no solamente por el mayor descubrimiento de cómo uno es, sino también porque muchas afecciones se reconducen por la toma en consideración de los valores del espíritu.
El segundo grado de la meditación radica en la profundización de la vida espiritual hasta establecer algún tipo de relación con otros espíritus. La relación entre seres espirituales puede ser de dos modos: con medio material, cuando ambos comparten la sustancia espiritual con la material, como en el caso de las relaciones con otros seres humanos; y sin medio material, cuando la relación se formaliza sobre intuiciones con las que cada parte aprecia entrar en relación con otros espíritus. Evidente es que en este caso no cabe posibilidad alguna de determinación material, salvo el influjo de la memoria o la alucinación imaginativa, que bien pueden confundirse con la percepción intuitiva fruto de la imaginación.
Una experiencia exteriorizada de algunos que alcanzan este segundo grado de meditación es algún tipo de relación con antepasados o seres queridos muertos o lejanos. Como una especie de simpatía que, por encima del recuerdo, hace presentes afectos y comunicaciones, pudiendo llegar a ser locuciones interiores, con relación a situaciones actuales y distintas de las que en su día les vincularon.
Este segundo grado de meditación no se alcanza por todas las personas que frecuentan la práctica de la interiorización mental porque exige un gran abandono de los sentidos y una alta concentración espiritual. Los efectos de este grado de meditación es un alto sentimiento espiritual por el que cada cual trasciende de lo suyo hacia los demás, pero siempre en el orden de las intuiciones mentales que son la única forma de percepción que se sigue de la meditación.
Se equivocan quienes difunden ser consecuente con la meditación la transmisión de efectos paranormales, porque estos se construyen desde supuestas concentraciones de energía o formas alternativas de la materia, pertenecientes por tanto al mundo de lo material. Por lo que conviene excluir de los cauces comunes de la meditación la que se atribuyen videntes, sanadores y adivinos, quienes parecen más adeptos al interés que a la profundización en la realidad trascendente del alma.
El tercer grado de la meditación es por el que se alcanza la relación con Dios.
Es evidente que alguna forma de relación con Dios tiene todo el que con libertad de espíritu a Él se dirige, porque esa elevación ya es una forma de relación. Con la meditación se adquiere una facilidad de perfección en el trato con Dios, que se basa en la identificación de la forma espiritual de Dios desde la propia percepción del propio espíritu. Quien comprende su propia realidad espiritual está en más favorables condiciones para entender la realidad de un Dios espíritu puro. Pero ello no garantiza la intuición sobre la esencia de Dios ni la comunicación con el mismo como ser espiritual ya que de alguna manera la relación directa entre el espíritu humano y Dios no es fruto de la penetración del espíritu humano, que sólo abarcaría una infinitésima parte de la esencia divina, lo que le prestaría una percepción intuitiva raquítica. Alcanzar este tercer grado en la meditación es más un don divino de revelación de Dios a quien por su confianza se aventura y no desespera en el esfuerzo por enriquecer su alma por los frutos de la contemplación. Si el requisito necesario para la eficacia de la meditación está en la inhibición de los condicionantes sensibles, para dar acogida a la intuición de Dios será aquella tanto o más necesaria hasta una auténtica sumisión de la realidad material a al competencia espiritual.
Los frutos de la meditación son intuiciones para la vida personal, la que cada cual vive como su realidad cotidiana, porque cuerpo y espíritu constituyen una unidad inseparable en el ser humano. Considerar que la meditación enaltece el alma para despreciar su compromiso vital es un error, y quienes se aproximen a la contemplación como una huida de su realidad, como si de una droga se tratara, yerran el planteamiento esencial, dado que la percepción intuitiva enriquece al ser humano con un mayor conocimiento, pero la proyección de su intelecto no se vierte sino en las comunes responsabilidades que le atañen como persona.