TERROR ANTITERRORISTA
Las nuevas formas de combate que se suscitan como manifestación del enfrentamiento entre grupos sociales están contaminadas de las mismas tragedias de las tradicionales guerras, no sólo por la desolación, la crueldad y el rencor que generan, sino también en que, como en todas las alteraciones de la paz y la convivencia, los derechos de las penosas se limitan y conculcan al arbitrio del poder de los mandatarios bélicos. Si cualquier guerra es inhumana al enfrentar a muerte a seres humanos, la represión que las mismas conllevan agudizan su deshumanización cuando las partes enfrentadas reprimen derechos limitando las libertades de las personas reduciéndolas proporcionalmente a la mera condición de individuos. Esta degradación históricamente verificable es consecuencia de la tentación de concentración del poder que las autoridades detentan en razón de unas condiciones de debilidad mental en los ciudadanos causadas por la angustia del terror.
Una característica contemporánea de la guerra es la transformación de la estrategia de combate a la adecuación de la capacidad armamentística, lo que está generando que frente a los medios de los ejércitos de las grandes potencias la actividad bélica de sus contendientes haya derivado de la guerrilla al terrorismo. En todas ellas encontramos, hoy como ayer, la perversión ética y moral de quienes favorecen la situación bélica, y una paulatina degradación de las libertades públicas.
Cuando se considera la amenaza terrorista como una agresión integral a la civilización de las libertades, su represión no puede converger en las mismas consecuencias prácticas, porque se desbaratan todas las argumentaciones éticas que sostienen la moral ciudadana para respaldar solidariamente la lucha antiterrorista. La legitimidad del estado moderno se fundamenta en el respeto a los derechos humanos porque su esencia política deriva de la convergencia de ciudadanos que comprometen mutuamente el ejercicio de su libertad en una empresa común. Si se entiende que los derechos fundamentales constituyen la armadura social de la persona, y por tanto inalterables sin la consecuente degradación personal, si el estado legaliza una hibernación de derechos sus ciudadanos estarán doblemente afectados: como sujetos políticos agentes que respaldan esa resolución y como sujetos pacientes en la pare que les afecten las restricciones.
El recurso al terror que se deriva de la limitación de libertad ciudadana ha sido una constante en la hábil estrategia de los mandatarios de estado para fortalecerse en el poder. La denuncia de la amenaza contra el estado ha legalizado ilegítimamente las mayores represiones de la historia, desde las habidas en el Imperio Romano, hasta las muy recientes que el pasado siglo protagonizaron los regímenes fascistas y los estados marxistas. Todo el horror de esas tragedias se justificaron en la persecución y aniquilación de los desestabilizadores del sistema.
Si el estado avala la posibilidad de encarcelar o condenar sin juicio previo, eliminar mediante asesinato selectivo a los ciudadanos considerados peligrosos, realizar limpiezas étnicas, maquinar para desestabilizar antidemocráticamente gobiernos, o cualquier otra forma de alterar derechos humanos de libertad de reunión, movilidad, comunicación, propiedad, participación política, etc. está institucionalizando formas de terror impropias de un estado de derecho.
El terror de estado constituido como antídoto del terrorismo es el primer logro de los objetivos de ese terrorismo cuando ataca al estado, ya que ese proceso mina la esencia moral que constituye la fundamentación constituyente de los estados democráticos de derecho. Cuando la excepcionalidad gana terreno sobre la naturaleza de derecho, la libertad queda afectada, y cada ciudadano pueden albergar el resquemor de si esa exclusión en la aplicación de las libertades no le puede llegar a afectar a él o a su entorno. Los sectarios, los racistas, encuentran la oportunidad para interpretar la restricción de la ley de acuerdo a sus ideologías e imponer limitaciones que fuera de ese contexto de presión no serían aceptadas por la mayoría.
Se olvida con frecuencia que el arma que hace fuerte a un estado democrático es su coherencia política, y que, más allá de las circunstancias coyunturales, es esa coherencia la que presta mayor confianza a sus ciudadanos.