CONCIENCIA DE SÍ
Conocer la propia identidad, o sea: lo que uno mismo es, representa quizá el saber más importante para la persona humana, aunque también uno de los más dificultosos, porque de la apreciación del propio comportamiento se sigue un conocimiento de cómo se es, pero no de qué se es. Una gran mayoría de personas es muy posible que nunca hayan indagado sobre realmente qué son, y si lo han hecho no hayan conseguido una respuesta relevante que haya trascendido sobre su ser. La ciencia tampoco parece que haya sido contundente en dar explicación al ser humano sobre su identidad, porque no parece que haya aún una disciplina que haya conseguido reducir en sus leyes la global y compleja realidad del hombre. Por eso parece que el espacio de una sabiduría propiciada por la sicología metafísica y la intuición trascendental no ha dejado de tener vigencia en el ámbito del conocimiento humano.
Los que de Descantes critican critican que cuando precisó como fuente de la claridad intelectual la razón, supeditando de tal modo todo el futuro saber al análisis y síntesis de las percepciones sensibles, únicas que comportan evidencia experimental, dirigió el ser humano irreductiblemente al existencialismo se olvidan que el cogito, ergo sum no establece una dependencia de la razón para conocer que soy y qué soy, mi existencia y mi identidad.
Todas las percepciones intelectuales del hombre necesariamente siguen un itinerario mental y racional, también las captaciones intuitivas que parecen escamotear el tránsito sensitivo se estructuran en ideas mentales, cuyas imágenes podrían descomponerse hasta sus últimos parámetros en conceptos previamente razonados; lo que no puede ser de otro modo porque los soportes meteriales de toda actividad intelectual nacen vacíos y sólo progresivamente crecen según se alimentan de las sucesivas percepciones. Lo que ocurre es que la capacidad mental de percibir se desarrolla de modo que pronto se encuentra apta para percibir directamente conceptos cada vez más elaborados porque las relaciones internas de los mismos se perciben como tales, alcanzando su máxima perfección en la asimilación directa de las intuiciones.
Percibirse plenamente el hombre a sí mismo no puede responder sino a una intuición global, porque todo lo que percibe de sus sensaciones y comportamientos le describen cómo es, pero no qué es. La respuesta a su anhelo de identidad no puede sino corresponder a la respuesta intuitiva de una experiencia global, porque las partes de un todo describen un compuesto pero no dan razón de la entidad absoluta del mismo.
La percepción que un hombre hace de sí mismo como persona es fundamentalmente la de un ser pensante que se conoce a sí mismo en un acto reflexivo de razón. Pero en la medida que ese acto de razón no es el resultado de un razonamiento sino la propia percepción como razonador puede hablarse de un acto de conocimiento intuitivo. Mi pensamiento me muestra ser una unidad que se conoce como entidad unitaria, en la que distingue las respectivas partes orgánicas y las capacidades intelectivas con que opera: la memoria, archivo de experiencias; la mente, ordenadora de ideas y conceptos; el intelecto, elaborador del juicio; inteligencia, edificadora del saber por aplicación de intuiciones creativas.
Tener conciencia de la realidad de uno mismo, de lo qué se es, constituye un estímulo de la propia estima ya que potencia la conciencia racional e intelectual que debe primar en el ser humano. Si el obrar sigue al ser, en los seres inteligentes su capacidad de realización seguirá al progreso intelectual que le capacite para mejor desarrollar su creatividad. La conciencia de sí que cada cual adquiere con la interrogación sobre su ser tiene dos aspectos altamente interesantes: Uno de ellos es la unidad del ser y el otro la consideración de las potencias como partes del ser. La unidad del ser, consecuencia de la propia experiencia en que uno es un única y misma persona desde que nace hasta que muere, ya se hayan atravesado etapas de ignorancia o sabiduría, de salud o enfermedad, en los éxitos y fracasos, en los amores y en los desengaños la unidad del ser permanece, y ello continúa cuando las facultades se apagan y resta un escaso hilo de vida. Esa conciencia de unidad y singularidad es lo que entraña la consideración propia y ajena de la dignidad humana. En la raíz de la consideración de la distinción de las propias potencias con lo que uno como sustancia unitaria es se constituye la perspectiva de la superación de las limitaciones parciales que cada persona puede adolecer. Quien se reconoce no como el resultado de la determinación de unas partes sino de un ser agente sujeto único de su destino asumirá la posibilidad de estimular sus deficiencias para alcanzar aquellos objetivos que la conciencia adquirida de su propio modo de ser le presentan como perfección a alcanzar. Las metas seguirán a los valores que como persona cada cual haya descubierto propicios para su mejor realización.