PREJUZGAR
Los prejuicios constituyen la aplicación de los criterios propios a la conducta ajena previa a la necesaria información de las causas de los comportamientos ajenos y del derecho de estos a ser enjuiciados de acuerdo a su rectitud de intención y la consideración de una libertad que reconoce una amplitud de interpretación de la norma pactada socialmente.
En las relaciones humanas cada parte piensa que su modo de obrar es el más correcto, y por ello sigue esos criterios directores de su vida, pero es necesario, para que la relación no se frustre, el respeto a la idea de vida de la otra parte concertante consensuando la convergencia de las diferentes formas de pensar en un proyecto común. De ahí que no sea lícito cuando surge el conflicto recurrir a la condena, aunque sea mental, de la conducta ajena transgrediendo el reconocimiento del debido ámbito de libertad.
El prejuicio siempre adolece de la carencia del rigor que se exige para el juicio de la atención al estudio pormenorizado de la situación y a la audiencia de la razón de los actos de la parte enjuiciada. De tal modo que cuando se juzga sin esos requerimientos se podría afirmar que lo que se sigue es más a la propia intuición que a la aplicación lógica de la razón humana. Dejar prevalecer las propias ideas, las determinaciones de la propia costumbre, los condicionamientos de educación, etc. es absolutamente humano, porque nadie está libre de los influjos de su personalidad, pero en la medida que estos prevalecen en cada juicio éste merma en objetividad. Si sobre esa estructura condicionante interior ejercemos la premura en la decisión, confluyen los dos rasgos distintivos de la subjetividad que marcan la condición del prejuicio sobre el equilibrado arte de enjuiciar en verdad.
Mientras el juicio afecta a particulares en sus mutuas discrepancias, la tendencia a prejuzgar infecta sólo la ética personal, siendo sus consecuencias limitadas a actos de mayor o menor trascendencia, siempre dentro del orden entre particulares; sin embargo, cuando esa deficiencia de la objetividad influye en quien socialmente tiene la responsabilidad de juzgar el daño que puede seguirse para la sociedad puede llegar a ser de enorme transcendencia. Toda persona con responsabilidad pública está éticamente obligada a buscar la objetividad y a formular sus decisiones superando los prejuicios que atenten a la legítima libertad de los ciudadanos.
Si para todos los responsables públicos se debe exigir el rigor en el juicio, esto es absolutamente demandable para quienes ejercen la función de juez, pues a ellos la sociedad les encomienda esa función como supremo árbitro de las desveniencias y falta de rigor que puedan resultar de los comportamientos de los demás estamentos públicos o privados. Ser juez implica la máxima responsabilidad en juzgar con acierto sobre la verdad implícita en la ley que regula las relaciones humanas, y por ello debe superar todos sus prejuicios personales.
El conlicto moral que podría producirse en la conciencia del juez al sentenciar según los condicionantes de verdad que desde su formación ideológica le informan o la interpretación ajustada de la ley a la mente del legislador y al criterio social predominante, fuente y origen de todo el orden social, debe ser siempre resuelto a favor de interpretar la ley vigente como el acuerdo supremo de los contenidos de verdad por los que la sociedad libremente ha elegido regirse, y por tanto sus propios prejuicios morales deben quedar apartados. Un juez no es elevado a tal responsabilidad en función de su moral personal como árbitro ejemplarizante de la doctrina social, sino en la confianza del compromiso ético para hacer respetar los derechos mutuos en el espacio de libertad que las leyes consagran.
Ser juez y parte constituye una de las realidades más comunes en le estructura política de los Estados porque la promoción de los mismos a los altos cargos de responsabilidad de la judicatura se sigue en muchos casos más por la afinidad de sus juicios a una tendencia política que por al ética de libertad y objetividad de su trayectoria profesional. Esto que puede llegar a disculparse de los políticos nunca podrá eximir la responsabilidad personal del juez, quien si interpreta la ley según sus prejuicios ideológicos prevarica en favor de una tendencia política.
Es llamativo para los ciudadanos observar cómo, con demasiada frecuencia, en los órganos más altos de la judicatura los jueces emiten sus veredictos siempre a favor de los intereses de la parte que apoyó su elevación al tribunal correspondiente, emitiendo sus votos regularmente según la parte fraccionada con que ideológicamente se les identifica. Lo lógico sería apreciar esa posible disparidad en la interpretación común de la ley pero, si ésta se sigue de los contenidos intrínsecos de la misma en la concordancia de varias definiciones aplicables y en la discrepancia apreciable entre varios distintos artículos, no es posible que siempre la decantación sea polarizada coincidiendo en grupos de similar tendencia. Ello sólo es creíble porque los jueces interpreten según sus prejuicios morales defraudando a los ciudadanos de la confianza debida a los altos tribunales.
La vinculación entre el sistema judicial y al político es inevitable, porque ambos fluyen de la ordenación social que el conjunto de los ciudadanos establece, y por tanto el conflicto de intereses parece inevitable, en especial cuando las tendencias políticas perdedoras intentan utilizar el recurso de la justicia para imponer los valores que no han merecido la confianza ciudadana. Ello en especial se intensifica cuando la sociedad se polariza en torno a sólo dos tendencias enfrentadas que fracturan la sociedad, en vez de una mayor concurrencia de opciones que armonicen la auténtica estructuración política del sistema.
Cuando más presión se ejerce sobre los jueces es cuando corresponde a los mismos una máxima exigencia personal de profesionalidad que favorezca la mayor objetividad en sus deliberaciones y en sus veredictos. Esto será percibido por los ciudadanos si las sentencias reflejan coincidencia de criterios de jueces de asignada distinta ideología y la proporcional discrepancia ente aquellos que se reconocen como de próximo pensamiento.