TRAUMA FILIAL
Los niños también sufren y en especial lo padecen cuando las personas mayores en quienes tenían puesta su confianza les defraudan.
Más que la falta de recursos, lo que entristece a los niños es la falta de correspondencia en las obras de sus padres y tutores entre lo que enseñan y exigen y lo que pueden llegar a hacer. Los hijos todo lo evalúan para bien o para mal, al sentirse protegidos o desamparados, pero muy especialmente son receptivos al engaño, lo que, como no puede ser de otra manera, juzgan desde la única experiencia de su corto saber.
El comprensible mundo de las limitaciones que los mayores tan bien conocemos, que nos facilita disculpar los errores propios y ajenos, hace posible concertar las desavenencias con la misma tolerancia con que llegamos a entablar relaciones, porque concebimos y respetamos los parámetros de libertad personales. Las relaciones nacen de una aproximación mutua que facilita el concierto. La separación, aunque dolorosa cuando frustra una situación de anterior sintonía, se concibe como la consciente resolución más favorable a la fracasada relación. En las relaciones de los mayores intervienen constructivamente la libertad y la conciencia, lo que no es así en las relaciones paterno filiales, porque ni los hijos han intervenido como libres agentes de la relación, ni están situados en la misma posición de libre determinación.
Los hijos conciben una relación de dependencia hacia los padres fundada en el amparo que de estos experimentan desde que nacen, que lleva a la consideración correspondida por la obediencia. Tanto es así que el amparo paterno llega a constituirse como el mayor valor para los hijos, superior a cualquier otro bien.
En el ámbito de esa relación de amparo es donde se madura el sentido de la responsabilidad, donde se toma de modo ejemplar que las sucesivas exigencias de los padres a los hijos sean soportadas desde el principio de la responsabilidad personal. El esfuerzo de aprender a leer, ir a la escuela, respetar a los mayores, tratar bien a los hermanitos, compartir los juegos, comer adecuadamente, hábitos de buena crianza, etc. son responsabilidades exigidas al niño que este asume en cuanto que es lo que le integra en la vida social, lo que concibe como una estructura de gentes responsables que en él proyectan su madurez. Por eso para los hijos los padres resultan modélicos y ejemplos vivos de responsabilidad.
Cuando las actitudes de los padres decepcionan la confianza en ellos puesta por los hijos no sólo se resiente la relación afectiva, sino que, en muchos casos, se sigue un trauma que induce a pasividad y a la irresponsabilidad. El mecanismo mental que lo genera funciona desde la percepción habida desde el despertar del conocimiento en que se le ha exigido asumir responsabilidades. Cuando de pronto descubre que sus padres no asumen algunas responsabilidades y se dejan llevar por otras conveniencias, todo el esquema mental de las relaciones sociales se tambalean porque ¿si los padres no se sienten obligados a asumir sus responsabilidades, por qué él ha de hacerlo?
Ese trauma en la personalidad de los hijos es mucho más frecuente de lo que creemos, y de él dan buen ejemplo el fracaso escolar y el desarraigo social de muchos jóvenes. Se constituye esta lacra no sólo por la ruptura de los matrimonios, sino también por la violencia familiar, el consumo de alcohol y drogas, el absentismo laboral y toda alteración de las responsabilidades que debieran asumir los progenitores, sean o no de su agrado.
Por eso los traumas filiales se siguen principalmente de los desarreglos de convivencia de la pareja que trascienden al entorno familiar. Es muy cierto que sostener permanentemente un buen tono familiar no es fácil, pero que nadie olvide que la personalidad de los padres es el principal referente para los hijos y que para bien o para mal se está permanentemente en exposición.