PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 31                                                                                           MARZO - ABRIL  2007
página 9
 

¿NACIONALISMO EMPRESARIAL?


La idea de la globalización, la internacionalización de la economía y la gestión empresarial sin fronteras han seguido a la antigua experiencia de la expansión comercial que desde la cultura fenicia ha capitaneado el desarrollo de los pueblos. Valerse cada país no exclusivamente de sus recursos sino  del intercambio con productos y técnicas de otras colectividades vecinas enriqueció la perspectiva social y favoreció consolidar economías abiertas a la ley del mercado. Paralelamente se activó la ambición de dominio, ya que, si del mercado exterior se seguía un progreso, dominar las fuentes de la producción y controlar el ámbito de esas transacciones constituían el fin anhelado de la implantación de todo imperio.
Esa idea de dominio no ha sido superada a través de los siglos y aún hoy, en el siglo XXI, la sombra del poder acompaña a la extensión global de las grandes transnacionales.
La teoría económica que favorece la liberalización de los mercados se asume no sin reticencias por parte de muchos sectores de la población, que experimentan y temen cómo se diluye el sentido de propiedad tradicionalmente vinculado al trabajo. Se pasó con la industrialización, para la mayoría de los productores, del concepto de propiedad personal a la idea genérica de empresa, para sucesivamente desvanecerse en el último resquicio aparente de propiedad común configurada en la protección estatal de los derechos personales en el marco de unas relaciones económicas sujetas a una normativa social.
Esa tensión entre propiedad empresarial patrimonial y derechos sociales derivados de la aportación del trabajo a la creación de la riqueza han definido la economía del siglo XX. Habiéndose consolidado en el poder el capitalismo, cualquier otro derecho a la propiedad derivado de la producción se ha visto tan restringido que no sin temor muchos colectivos afrontan lo que pueda depararles la economía del siglo XXI.
Con esta prevención muchas poblaciones contemplan el proyecto de mercado globalizante que consagra el poder de las transnacionales como el último eslabón de un proceso que desvincula de la propiedad laboral a la mayoría de la población. El paso de la transacción de un mercado de bienes y productos a la compra y venta de las empresas mercantiles al mejor postor ha disparado las alarmas para muchos ciudadanos del temor ya no sólo a la pérdida de todo control sobre el capital, sino de la misma naturaleza  del poder real del Estado.
No es de extrañar, por tanto, la prevención y el rechazo que crea la absorción de las grandes compañías mercantiles de una nación por otras de un distinto Estado. ¿Hasta qué límite sus derechos laborales van a ser respetados? ¿Los servicios que esas empresas prestaban se seguirán manteniendo? ¿Las inversiones de los beneficios repercutirán sobre la propia población?
Ese sentido nacional de la economía empresarial es quizá el último asidero que le resta a una gran parte de la población cuando contemplan la pérdida absoluta de control de la garantía de progreso en un mercado global. La deslocalización ha mostrado cómo para las transnacionales el único principio es la rentabilidad. Si a una nación le compran sus empresas y posteriormente migran los centros de producción ¿no represente ello una auténtica ruina social?
La concentración del poder económico en una pocas grandes multinacionales sigue la técnica imperialista de las antiguas civilizaciones, pero parece lógico que muchos pueblos se resistan a ceder su libertad y su independencia. Para muchos se cuestiona la esencia de la garantía de la libertad de empresa, cuya dinámica representa el motor mismo del progreso, a cambio de intervencionismo de la política estatal sobre la economía, que consideran debiera haberse dado definitivamente por superado. El bien para los ciudadanos, aducen, está vinculado al desarrollo, el que no puede llegar sino de la libre competencia y de las leyes propias que imponga de por sí el mercado.
El recelo contra el absolutismo económico de las empresas multinacionales y del poder que tras ellas se extienda de otros Estados permanece en uno de cada dos ciudadanos que prefieren mantener un cierto control sobre la política económica del país, aunque haya de ser a través del Estado, aun cuando ello representara una contención de la riqueza global, de la que tampoco se confía se distribuya adecuadamente.
Las reticencias a la internacionalización de la economía que representan las tendencias del nacionalismo empresarial no se construyen en sí, como en otros tiempos, por un mentalidad autárquica de la producción, sino que se siguen de la conciencia de que la estructura profunda de la empresa debe respetar la vinculación de propiedad que sobre la misma, entendida como una convergencia de esfuerzos productivos, representa la aportación laboral de la mano de obra.
Hasta dónde y cuánto estas ideas sean capaces de mediatizar el liberalismo global representará muy posiblemente la tensión social del siglo XXI. Un nacionalismo moderado que no debe ser olvidado a la hora de planificar el futuro político de los bloques económicos en que parece se estructurará el futuro.