LIBERALISMO Y MERCADO
El comercio, como intercambio de los bienes producidos en la especialización, constituye una de las formas más antiguas de relación social. En torno a él se han formado comunidades, ha provocado enfrentamientos y guerras, ha enriquecido castas, ha fomentado la esclavitud, pero sobre todo ha determinado a quién le corresponde el poder. Ningún pueblo posee todo tipo de materias y técnicas de producción, según se consiguen así reporta el beneficio obtenido, pero el dominio de los métodos de mercado, imponiendo las condiciones de intercambio, multiplica el valor de las mercancías, de modo que se generan plusvalías cuyas rentas más allá de las intrínsecas del comercio son las que apuntalan la consolidación del poder.
Esa dependencia social del pueblo al poder de la economía ha gestado la convulsión política de los últimos siglos, dilucidando cuáles habrían de ser los métodos a través de los cuales los ciudadanos reivindicaran su libertad y dignidad frente al efectivo dominio del poder económico. Tras la liberación que el nuevo Estado proporcionó del señorío del poder feudal, del dominio religioso y del absolutismo monárquico, los ciudadanos fueron conscientes que su plena autonomía quedaba mediatizada por el poder económico, en cuyo empeño de regular polarizaron dos tendencias: el liberalismo y el intervencionismo, fracasando ambas en su pretensión de impulsar un sistema que favoreciera la distribución de la riqueza y su correspondiente cuota de poder.
El intervencionismo del Estado, concebido éste como la resultante comunista del interés popular, no logró su objetivo porque el rol dirigista planificó un proteccionismo autárquico desprovisto de creatividad y rentabilidad para los ciudadanos. La falta de iniciativa en la producción y el comercio generaron la parálisis económica, de modo que progresivamente el pretendido objetivo de distribución de la riqueza desembocó en la generalización de la pobreza.
El liberalismo, que patrocinó la distribución de la riqueza por la convergencia de la múltiple iniciativa y la diversidad del mercado, ha fortalecido el valor del capital favoreciendo la creación de las compañías transnacionales que tienden a converger hacia el absolutismo por la primacía de las tendencias monopolistas en una economía global. El distanciamiento entre centros de producción y centros de decisión han desvinculado los intereses de los gestores de los propios de los productores, generando una proyección del mercado en la que los beneficios no reconocen una justa distribución de la riqueza.
La legitimidad social del liberalismo se consolida cuando la empresa representa la conjunción de esfuerzos de todos los ciudadanos que en ella intervienen y globalmente compiten en el mercado para ofrecer sus bienes y servicios a los ciudadanos. Si para alcanzar una posición de dominio en el mercado se vulnera el reconocimiento de los derechos adquiridos de los trabajadores sobre la producción, se preservan las estructuras formales del liberalismo pero se atenta directamente a su justificación social, y por ello pervierte el sistema económico que lo sostiene.
Defender la libertad de mercado como un baluarte de progreso en la economía sólo puede serlo cuando se proyecte realmente como un hecho social favorable para la mayoría de los ciudadanos. Un comercio social tiene que conjugar la oferta y demanda de la comunidad con las posiciones de dignidad de los trabajadores que producen los bienes y servicios que allí se ofrecen para paliar la demanda. Por eso la simple ley del mercado no es social por mucho que favorezca el desarrollo social. Cuando unos ciudadanos se benefician con el injusto trato hacia otros, aunque la ley lo permita, se está transgrediendo la esencia de la moral.
Durante los siglos XIX y XX, los derechos sociales de los trabajadores pudieron ser reivindicados en el comercio libre por los sindicatos. Empresarios y trabajadores, auspiciados por la autoridad del Estado democrático, concertaron unas condiciones progresivamente más justas tanto para los productores como de interés para los promotores, porque del buen hacer se siguen beneficios para todos. La globalización ha introducido dos factores en esas relaciones sociales de producción que son: la diversidad de sensibilidad social entre los Estados del planeta y la distancia entre los centros de producción y los gestores de las multinacionales, cuyas propiedad al mismo tiempo se diluye en un accionariado anónimo de nula conciencia y responsabilidad social de su ejercicio. Ambas favorecen un comercio sucio que ignore las condiciones éticas de las transacciones y su repercusión sobre los ciudadanos.
Reconducir el liberalismo por una vertiente que favorezca a la mayoría de los ciudadanos es tarea de los Estados democráticos, de las instituciones internacionales, de los sindicatos, pero, sobre todo, de quienes tienen responsabilidad sobre el capital. Del equilibrio de poder que se genere con una adecuada gestión de la economía dependerá en mucho un progreso en paz de la humanidad, lo que representa el mayor activo de bienestar para el conjunto de los pueblos.