PLEITEAR POR PLEITEAR
La ordenación de la administración de la justicia ha ocupado un lugar destacadísimo entre las responsabilidades políticas de los estados. Históricamente se adjudicó esa tarea al rey, emperador o legítimo soberano quien nombraba a su vez jueces que en su nombre hicieran justicia entre sus súbditos. Con la república la administración de la justicia se interpreta como autorregulación del pueblo en sus relaciones, deberes y derechos. Nace con naturaleza de servicio y alcanza su fin cuando se aplica por igual para todos los ciudadanos.
El efectivo ejercicio de la justicia no sólo se logra con un veredicto acertado y su adecuada aplicación, sino que también se requiere que las formas sean respetuosos con quienes litigan para salvaguardar un derecho conculcado. Entre esas formas se encuentra el debido respeto al silencio de oficio, la asistencia jurídica proporcional... pero la más trascendente de las formas es la vista y sentencia en plazo adecuado. Como la administración de la justicia es de responsabilidad pública, lo es también que todos sus intervinientes asuman la parte que les corresponde para lograr la eficacia en el servicio.
Cuando los pleitos son de naturaleza civil, no penal, se podría obstaculizar una justicia diligente como consecuencia de una masificación en los pleitos, lo que a su vez generaría la devaluación del efecto disuasorio de la acción de la justicia, de lo que podría seguirse una mayor irresponsabilidad en las relaciones civiles. Por ello, cooperar al buen funcionamiento de la justicia también estará en que ni se pleitee sin razón ni se requiera de ésta de modo superfluo.
Uno de los grandes servicios que a este fin podría prestar la abogacía estaría en la acción disuasoria que debería ejercer sobre la parte actora que obrara sin suficiente fundamentación legal. Cosa muy distinta es pensar que se tiene razón en un litigio a realmente tenerla, y para arrojar luz a ese conflicto mental sería bueno que los abogados reconocieran la razón que le asiste a su cliente en su verdadera dimensión, persuadiéndoles a desistir de pleitear y a asumir sus deberes y responsabilidades de modo directo. Pensar que al pleitear se dilatan las responsabilidades es un error cívico, porque lo que con ello se logra, las más de las veces, no es otra cosa que aumentar el daño a la parte contraria, lo que éticamente debería considerarse inadmisible, ya que no sólo daña a aquel con quien se sostuvo la relación, sino indirectamente a toda la sociedad por la obstrucción que se produce en el sistema de administración de la justicia.
Son también muchos los casos en que la iniciativa para la formulación del pleito es inducida por los abogados, porque favorece sus intereses económicos, ya que de cualquier pleito, aunque sea injusto, se sigue una actividad retributiva que sea quien sea a quien se otorgue el cargo de las costas supone un emolumento para los letrados. Si todos ellos obraran de buena fe, sería admisible reconocerles la retribución de su trabajo, pero en aquellos casos en que se induce al pleito sólo con ese fin se estaría en los límites de lo éticamente censurable. Una forma de mitigar el daño social que algunas de estas actividades genera estaría en reordenar las retribuciones minutarias de los letrados de modo que se primara el pago de los abogados cuya razón admiten los tribunales y se desestimara el que los clientes hubieran de retribuir a los letrados cuya acción no es avalada por un resultado favorable.
Esa reordenación de remuneración a la profesión no perjudicaría al conjunto del colectivo profesional, estimularía la ética, serviría para reducir las demandas civiles temerarias que perjudican el buen funcionamiento de los tribunales y modificaría la costumbre social por la que se acudiría a la justicia para demandar el resarcimiento de un derecho y no para obtener un posible lucro accidental.
Se puede argumentar que una gran parte de quienes obstaculizan la justicia corresponde a la parte demandada, que mediante argucias legales intenta evitar o retrasar la acción de la justicia. Por ello, muy posiblemente, fuera beneficioso el que los letrados que asistan a la parte con razón dupliquen sus emolumentos cuando se les reconoce, aunque se les reduzca si defienden casos sin amparo legal, porque ello supondría una proyección en las costas dirigido a primar a quien hace un buen uso de la justicia y a sancionar a quien dificulta su función social.