CRÍMENES EN GUERRA
Nadie ignora que la carencia de orden y justicia es la mejor oportunidad para la práctica de la delincuencia, y entre las muchas situaciones que propician ese entorno la más contundente para el beneficio de los malhechores es la guerra. En esa situación se esfuman de hecho los derechos, se minimizan los deberes y se pierde la referencia de la ética, quizá contagiadas las conciencias por el ejercicio tan próximo de la violencia. La guerra convierte en víctimas a todos los contrincantes, no sólo de sus enemigos, sino también del libre ejercicio de la personalidad.
Existen dos clases de crímenes ligados a la situación de guerra: 1. El que se sigue de la agresión. 2. El que se consuma individualmente al amparo del desorden civil. Este último, que muchos consideran un daño colateral, supone para la sociedad una carga que perdura aún muchos años tras el fin de las hostilidades.
El gran problema se origina porque la guerra destruye la paz civil, en la que se organiza la justicia, de modo que las leyes se perciben por los ciudadanos con la relatividad propia con que sus vidas se ven afectadas por la inseguridad de la contienda. Toda guerra, a pesar de las disposiciones internacionales para preservar algunos derechos humanos, cada vez afectan más a las poblaciones civiles, y una gran parte de su batalla se libra fuera de cualquier convencionalismo reconocido. Al amparo de esa tolerancia del mal, muchos ciudadanos aprovechan para explotar el desamparo social ante la extorsión, el robo y la venganza. Los más denigrantes instintos florecen en situación de conflicto y el sadismo del crimen adquiere formas insospechadas.
Esas alteraciones de la personalidad que propicia la guerra afecta por igual a militares que a civiles, a agresores que a agredidos, a oficiales que a soldados. Para todos parece abierta la veda de la caza humana y la satisfacción sádica. A veces se condicionan esas actitudes al efecto de las drogas que se consumen para evadirse de la crueldad bélica, pero la causa más profunda radica en que la misma guerra es una droga que distorsiona el sentido de la vida.
La tolerancia con los crímenes en guerra está en relación directa con la condición de vencedor o derrotado, pues mientras a los vencidos se les enjuicia con rigor, las más de las veces los crímenes de los vencedores se diluyen en la pasión de victoria con la hipócrita conciencia de un servicio patrio. Aunque se pueda acallar el remordimiento social, lo que nunca podrá borrarse son los recuerdos personales ni el legado de odio y venganza sembrados.
Más allá de la conclusión política de las guerras, los efectos sociales permanecen al menos una o dos generaciones, ya que el dolor causado en la violencia colateral supera muchas veces los sentimientos que embargaren a la población por la novedosa situación social devenida. El asesinato de los seres queridos, las mutilaciones, los abusos y violaciones corporales, la destrucción arbitraria del hogar, el secuestro, las desapariciones... tienen una lectura y vivencia tanto más personal cuanto más injusta ha sido la acción directa que los ha provocado.
La justicia que destruye la guerra nunca podrá ser reparada, por más que algún tribunal intente resarcir a la sociedad por el mal causado.