LA DINÁMICA DEL ESPÍRITU
Una de las dificultosas tareas de la filosofía es explicar por qué el hombre presenta una conciencia moral que le mueve a realizar el bien más allá de lo que la satisfacción sensible puede justificar. Se puede comprender que de las percepciones se siga una evaluación mental que identifique lo bueno y lo dañino, realizando la opción selectiva de lo mejor sobre lo peor para la elección en el obrar. Hacer el bien se seguiría de una de las siguientes alternativas: 1ª Obrar para conseguir un bien particular, personal, propio para el sujeto que realiza la acción. 2ª Obrar para proporcionar un bien a un otro. La primera posibilidad se justifica plenamente desde el orden natural sensible, por el que a toda acción externa se responde con la reacción más favorable para la integridad del ser vivo, y en esa integridad se conceptúa mentalmente lo que es bueno para sí fundamentalmente porque ayuda a la subsistencia.
Determinar cuáles son las necesidades de la subsistencia en el ser humano ha motivado también a los filósofos de la antigüedad. Por un lado, los epicúreos situaban las reacciones humanas al obrar motivadas por la consecución de placer, en donde situaban el más alto bien que afectaba a la criatura. Los estoicos, en contra, concibieron una cierta independencia entre placer y bien, identificando este último en función del resultado anímico sobre el sensual. Para estos el objetivo final del obrar no se seguiría de la búsqueda del placer sensible, sino de un bien íntimo que no perturba la pasión; o sea, la virtud sobre la satisfacción.
Sea cual fuere el bien que se busca, al obrar hacia los demás el concepto de bien ha de ser siempre reflejo, porque ni se siente ni se percibe en el otro, y por tanto se obra estimando que lo que hacemos a los demás sigue la ley de que lo que es bueno para cada uno lo es también para el semejante.
El escollo filosófico se origina cuando el ser humano obra de modo que aparentemente se logra un bien ajeno con detrimento del lógico bien propio; por ejemplo, en los actos solidarios. Esta realidad viene a exigir una entidad de reacción que esté por encima del desarrollo de todo el proceso sensible e incluso su determinación mental, porque la mente con todas sus facultades de memoria y procesamiento siguen siendo plenamente órganos computacionales únicamente informados y relacionados a partir de percepciones sensibles y sus respuestas proporcionadas.
La aceptación de una realidad sicológica que incide y gobierna la mente se deduce de la realidad moral con que el hombre puede concebir el bien más allá de su propio interés, y aún más, cuando la conciencia juzga según una ley que parece priorizar el bien ejecutado sobre el bien percibido, hasta el punto que la felicidad se estima como resultado de la realización del deber sobre el bienestar que se sigue de obrar para lograr las propias satisfacciones.
Esa realidad sicológica parece estar exigiendo intuiciones intelectuales ajenas al mundo sensible plenas de capacidad para mover los actos humanos de modo distinto a como podría esperarse de todo el procedimiento sensible.
Lo que los antiguos ya concibieron y denominaron espíritu parece que se constituye como una forma inmaterial que evalúa el obrar según una particular dinámica que sugiere mediante una intuición al intelecto en relación con la realidad a través de la actividad mental. Esas intuiciones, a tenor de lo que proporcionan a la conciencia moral, no generan el bien, que como se vio es el resultado de un acto mental reflejo, sino que incita a obrar el bien sobreponiéndose a la evaluación mental apetecida.
Considerar el influjo del espíritu sobre el hombre como sustancia dinámica dista de lo que a veces en filosofía se ha querido entender cuando se le identifica como forma o como ley, y se semeja a las concepciones más antiguas en las que el espíritu es lo que da vida al cuerpo. Entonces se entendía como lo que animaba y movía a la sustancia material, aunque sería más apropiado hablar de un movimiento intelectual. En esa perspectiva, sería responsable de la libertad.
Si el espíritu se identificara con la idea del bien, salvaguardar la libertad de ejercicio del hombre encontraría muchas dificultades, porque se generaría la antigua controversia entre la sustancia del bien: el espíritu, con la sustancia corpórea, que necesariamente habría de ser la ausencia de bien, o sea: el mal. De ahí han surgido todas las corrientes maniqueas que de muy diversas formas han condicionado la moral humana. Al pensar de ese modo, en el fondo se sostiene que los actos malos de los hombres no son obra de su sustancia intelectual, lo que negaría implícitamente la unidad sustancial de la persona.
Considerar, en cambio, el espíritu como una sustancia que dinamiza a la persona a obrar el bien justifica la libertad al no estar el hombre plenamente determinado por los procesos mentales sensibles sino informado por los mismos, al tiempo que son evaluados en el intelecto junto a las intuiciones espirituales que incitan a obrar siempre bien. De ahí la voluntad se se mueve finalmente a actuar libremente según la responsabilidad individual que procura total o parcialmente el placer, la satisfacción, el bienestar, el bien propio, el bien común, el bien solidario, etc.