REPRESENTATIVIDAD EN LA CALLE
La libertad de opinión es una de las consecuencias más elementales de la libertad humana, y como tal es recogida y tratada en todos los ámbitos de la democracia. Una de las plasmaciones de esa libertad se realiza en el derecho a manifestar en la calle, solo o en grupo, las propias opiniones. Esas manifestaciones públicas de opinión a veces se convierten en actos multitudinarios y ejercen una influencia en la política que no debe ser magnificada sino considerada en su propia dimensión.
El poder de convocatoria de partidos políticos, sindicatos, asociaciones vecinales, granjeros, agricultores, estudiantes, etc. se cifra en función de tres factores: 1º El número de afiliados de la organización. 2º El interés del asunto reivindicativo. 3º Los medios invertidos en suscitar la convocatoria. El éxito dependerá de que esos factores converjan adecuadamente y de que el mensaje reivindicado se transmita nítidamente a la sociedad.
Uno de los objetivos de la manifestación en grupo es el de mostrar el interés y respaldo que una opinión tiene en el conjunto de los ciudadanos, y por ello muy frecuentemente se solicita la pública concurrencia y se invita a la adhesión a otros colectivos. Es evidente que en democracia el valor de las opiniones generalizadas valen tanto como despiertan el interés por su defensa. Cuantas más personas consideren una opinión llagando a estimarla como un valor, más posibilidades existe de que la misma alcance por concretarse como una realidad social reconocida en la ley.
Bueno es también que gobernantes y ciudadanos calibren adecuadamente las manifestaciones, porque con frecuencia una masa popular muy numerosa puede representar los ideales de una muy cortita minoría. La facilidad de información para la convocatoria, la movilidad de los tiempos actuales y las aglomeraciones urbanas pueden fácilmente reunir a un número aparentemente multitudinario pero poco significativo en relación a la población total de la masa social afectada por la reivindicación.
Lo primero a tener en cuenta para poder realizar una valoración es la cuantificación objetiva de los asistentes. Se suelen desvirtuar las contabilidades según el interés de quien haya de difundir la comunicación, pero para las partes es fundamental conocer sin engaños los apoyos reales habidos a la manifestación. Desde ahí ya se puede interpolar el grado de implantación de esa opinión en la sociedad y la repercusión política que pueda entrañar. A veces se pretende presentar como una opinión mayoritaria en la sociedad la avalada por un grupo cuya presencia en la calle objetivamente computada apenas supone porcentualmente dos puntos de la población. Es muy cierto que la parte que se moviliza de los que se identifican con una idea es siempre muy baja, pero si se pretende hacer valer su número como válida contestación es necesario que supere, al menos, el diez por ciento del censo electoral.
Los nuevos métodos de análisis de opinión han desmontado mucho el influjo social de las manifestaciones democráticas, porque hoy en día las encuestas ofrecen permanentemente información respecto a los estados de opinión de la población. Poco impresionan las multitudes adheridas a una causa de escaso respaldo popular. Hace décadas la fuerza era mayor porque a falta de datos más fiables la imagen distorsionaba la realidad.
Es muy posible que las manifestaciones democráticas tornen de su empleo como instrumento de presión a su otra dimensión más genuina de concienciación y animación de la opinión de lo que, porque no interesa a los grandes medios de comunicación, apenas trasciende en la sociedad. Esa función nunca deberá perderse, porque la riqueza democrática la avala la pluralidad y motivar a la sociedad a sensibilizarse por cuanto de interés hay más allá de lo cotidiano no deja de ser algo muy necesitado.