ADECUADA INTERPRETACIÓN JUDICIAL
Como las relaciones políticas, jurídicas y sociales se establecen entre personas, en último término los medios para dilucidar la adecuada interpretación de las divergencias entre los derechos establecidos ha de recaer en personas, que quiera que sean gobernadores o jueces están sujetos al error propio de la subjetividad propiciada por la costumbre, la educación, el subconsciente, la ideología, el carácter, etc. La buena instrucción favorece la idoneidad de determinadas personas para los cargos de responsabilidad y la legitimación democrática avala el respaldo social, pero ni una ni otra garantizan que las decisiones correspondan a la recta aplicación de la justicia. Por ello, quienes tienen por oficio ese cargo han de considerar los medios o los fines acaecidos en las relaciones, sin que unos y otros se desvirtúan de la objetividad de los hechos reales.
La filosofía social inspiradora de la la racionalidad jurídica ayuda a discernir los contenidos de verdad -buenos y malos- que pueden derivarse de la intervención de los actos propios de toda relación. A este fin, la filosofía contempla el fin o intención de cada parte interviniente en la relación, y el medio o instrumento material en el que se realiza la relación. Cuando el fin es malo, porque perturba algún derecho ajeno, en cuanto pertenece a la intención consciente del sujeto, la acción está viciada en su esencia, ya que se vulnera el principio de respeto que entre las personas ha de darse y que constituye la más exigente verdad de las relaciones humanas. De este modo, que el medio empleado sea o no lícito no puede modificar la calificación legal del acto en cuanto al fin, aunque el medio en sí, en virtud de su intrínseca maldad, podría incrementar la imputación global de la acción. Cuando no existe una mala finalidad, el medio adquiere una importancia decisiva en la calificación del acto, ya que, de ser malo, contaminaría todo el acto, sin que se pueda salvar la inocencia del fin. Pero si tanto medio como fin no son malos, no puede calificarse el acto por otras circunstancias tangenciales por muy relevantes que las fueran. Los contenidos de verdad sobre los que se emite un veredicto deben ser los restrictivos de la acción que incide en una relación social y no otras que subjetivamente puedan ser introducidas por quien hace de juez.
La aparición en los últimos tiempos de la perturbación social de la guerrilla y el terrorismo ha agitado algunos fundamentos legales, buscando los legisladores y jueces establecer atajos que, aunque respaldados por el sentir popular, pueden minar la esencia de la consideración del derecho cuando se sustituyen condiciones de verdad por supuestos interpretativos de la consideración del mal.
Algunos de estos errores proceden de confundir el juicio, al o distinguir plenamente el fin y los medios que configuran las acciones. Así hay quien considera justo emplear cualquier medio -incluso la tortura- para justificar un fin. Otros condenan cualquier fin en función de la apariencia del medio, aunque ni uno ni otro contengan realmente elementos de perturbación del orden social. Unas de estas víctimas inocentes suelen ser aquellos que buscan intervenir como mediadores de la paz, para lo cual deben establecer relaciones con la guerrilla, dictadores, grupos combatientes y terroristas, ya que sin esa aproximación para establecer contactos se hace imposible cualquier mediación. Mediar para procurar la paz es un acto que como fin debe ser considerado bueno y legítimo para toda persona, aun cuando pudiera ser incómodo para algunos intereses políticos. Por tanto, cualquier relación que se establezca con un grupo terrorista o afín cuyo fin no converja con los propios de la violencia, sino, al contrario, sirva para atajar esa actividad, por el fin no puede ser calificado contra derecho, porque realmente la intencionalidad está en consonancia al derecho de contribuir al fin total o parcial de la perturbación del orden social. Para que el acto fuera jurídicamente condenable, sería necesario que el medio utilizado para la intervención fuera malo, o sea, que en ese proceder se cometiera un delito; como, por ejemplo, que se utilizara un rehén, que se realizaran subvenciones económicas, que se pactaran transacciones políticas. Pero la mediación en sí misma, la reunión, las conversaciones, el diálogo o cualquier acción similar encaminada a procurar la paz, el fin de la violencia y la reinserción social, como de por sí no son malas, sino excelentes, no pueden calificar el acto como perseguible jurídicamente, por más que la proposición y la intención reúnan pocas garantías de éxito.
La obligación de la justicia de hacer cumplir la ley y perseguir la violencia no puede en ningún caso enaltecerse denigrando cualquier otro medio de procurar la paz, y utilizar esta argumentación para perseguir a quienes de propia iniciativa procuran permanentemente trabajar para la solución de todos los conflictos sociales. Incluso aunque los mediadores no gozaran del reconocimiento de las partes, no por ello quedan invalidados para seguir sus propias motivaciones para obrar de acuerdo a sus compromisos de conciencia.
De modo semejante se ha de seguir respecto a los actos propios de los gobiernos cuando siguiendo criterios de su responsabilidad conciertan abiertamente o a través de sus servicios secretos un diálogo encaminado a rectificar la voluntad de grupos violentos o gobiernos dictatoriales. Si el fin es lícito y no se utilizan medios delictivos esos actos deben ser respetados por los jueces con independencia de que los juzguen subjetivamente inadecuados e inútiles, incluso torpes, pero ello no puede cambiar la calificación jurídica de lo que no conlleva nada malo.
Intermediar e incluso reunirse con la guerrilla no supone un reconocimiento moral de su legitimidad, sino la aceptación de una realidad, aun cuando la misma no fuera ni legal ni moralmente compartida. El hecho de la existencia de grupos violentos, por su misma naturaleza es intolerable, pero, mientras existan, su propia realidad induce la acción para su liquidación, bien por el medio del combate armado legal o por la diplomacia, pero también por la acción mediadora humanitaria para rebajar la tensión favoreciendo en tanto como se pueda mitigar los fatídicos efectos de la violencia.
Perseguir legalmente al mediador viene a ser como culpar al reportero de una mala noticia, por mucho que ésta pueda doler. Si quien en uso de su responsabilidad asume la arriesgada tarea de atraer hacia la normalidad jurídica al automarginado, no debe ser injustamente interpretado por quienes aplican la ley si en sus mismos actos nada se encuentra que hiera la justicia.