EL ALMA CRECIENTE
Los antiguos pensadores concebían el alma humana como el aliento de vida que capacitaba al cuerpo para obrar. Esta concepción abarcaba tanto los actos intelectuales, como los movimientos corporales, las pasiones y todas las intenciones, incluso algunos atribuían al alma la defectivilidad de las enfermedades o la subconsciencia de los sueños. Se adjudicaba al alma ser motor de la vida sin distinguir lo que concierne al proceso orgánico, al conocimiento sensible y al intelecto.
La filosofía de los últimos siglos, más desde el positivismo, ha relegado el estudio del alma humana, a la que la metafísica medieval había comenzado a identificar como una substancia propia, inmaterial e independiente de la substancia corpórea humana, que tenía su propia entidad y su propia forma de ser. La sicología como ciencia práctica del comportamiento individual ha estudiado al hombre unitariamente, como el ente vivo intelectual y creativo que es, sin distinguir -porque no es su objeto sino el de la metafísica- qué puede ser propio de la substancia espiritual del alma en el modo de ser propio de la persona humana.
Identificar una substancia espiritual como la responsable de la creatividad del ser humano motiva la inquietud por saber lo que es el alma como espíritu y lo que se puede predicar sobre la misma. Tradicionalmente se tendía a considerar a los espíritus como seres inmutables, al carecer de materia, lo que llevaba a concluir que los progresos intelectuales se debían al incremento de la información sensible y al influjo ejemplar del comportamiento social externo. El alma como tal sería responsable de la libertad computacional de la voluntad sobre las ideas adquiridas, pero sin que como substancia tuviera movimientos propios que la perfeccionaran.
Esta estabilidad substancial con que se identifica a los espíritus no niega su capacidad propia de obrar sino que la delimita al reflejo de las percepciones externas, de modo que la actividad que de ella se percibe crece o mengua en exclusiva según el influjo de la mente.
Considerar la substancia espiritual como una substancia creciente podría inducir a identificarla en un dimensión cosmológica, como una energía capaz de revitalizarse a sí misma, pero ello presenta la total contradicción de que la inmaterialidad de la energía no corresponde sino a un grado límite del estado de la materia, pero, como tal, determinada en su actuar por los principios de acción y reacción. Si se quiere identificar al alma con la total libertad de espíritu que se contempla en el más genuino ser humano, ésta no puede corresponder a determinación alguna, y por tanto su esencia es distinta a la de la energía.
El crecer del alma humana hay que considerarla como una perfección propia de su naturaleza espiritual que progresa según su conocimiento interior, haciéndose capaz de obrar tanto mejor en cuanto su ser propio sea más perfecto. El crecimiento del alma no guarda relación con el espacio ni con la potencia, sino que se corresponde con el propio modo de ser que la mueve a querer obrar el bien o el mal. De suyo el alma busca siempre el mejor bien y es la causa de que contribuya, en la contemplación de la mente, a crear los influjos intelectuales creativos que producen para el hombre el mayor bienestar.
Una de las dimensiones de crecimiento del alma, siempre considerada dentro de la propia esencia espiritual, es la de la relación con los demás seres vivos, de los que tiene conocimiento a través de su unión con el cuerpo, ya que la metafísica no puede saber si los espíritus se conocen entre sí. Esa relación entre los seres vivos establece la comunicación de las respectivas almas a través de la percepción mental, y constituye un aspecto esencial para la configuración del ser propio del alma, ya que su forma se enriquece en la proyección del bien de su modo propio de obrar. En cuanto que se ensambla la perspectiva de la relación, se agranda la posibilidad del bien obrar, pues el alma si se conoce a sí misma se procura el propio bien, pero en la medida en que se relaciona con los demás puede conocer cómo hacer bien a los otros, y en proporción a cómo lo hace al alma misma se perfecciona y crece en la propia experiencia de su capacidad de obrar.
En la experiencia de la relación surge la posibilidad de la controversia entre la afirmación del progreso en el bien propio por el detrimento del bien debido a un tercero, ocasionándose el perjuicio ajeno al buscar el máximo de bien propio, que en cuanto preferencia será un mal si constituye una transgresión de la naturaleza de la relación humana. Así la propia experiencia del trato humano es causa del crecimiento del alma, pero también de la deformación espiritual por la que una persona procede a obrar mal respecto a los demás. La injusticia de preferirse a sí mismo -que constituye un elemento propio de la conservación material- es impropia del alma, puesto que no exigiéndose una conservación, que le es dada por su condición espiritual, alcanza su realización con el ejercicio del bien difusivo, constituyéndose su intuición creativa como el modo operativo para realizar le máximo de bien, al tiempo que esa práctica le facilita perfeccionar su entidad para habituarse al bien obrar.