PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 4                                                                                                   OCTUBRE-NOVIEMBRE 2002
página 7
DEMOCRACIA Y MONARQUÍA



Uno de los principios sobre los que se ha cimentado el estado moderno es el de la soberanía del pueblo. La igualdad proclamada por la Revolución Francesa no admite otra lectura que la igualdad de todos los ciudadanos en la administración del poder.

La democracia, forma política del estado moderno, ha consagrado la estructura de representación como sistema de ejercicio del poder por el pueblo. Quien gobierna lo hace por delegación del pueblo y ante él rinde cuenta de todos sus actos.
La monarquía, de origen ascentral, tiene su fundamentación política en una supuesta idea teocéntrica desde la cual se identifica a un hombre o a una estirpe con los designios divinos sobre la humanidad. Esta proyección teista se ha mantenido en la civilización cristiana durante toda la edad media y el renacimiento, siendo contestada con la llegada de la edad moderna. La identificación del poder real como derivación del divino, más o menos mediatizada, fue lo que legitimó el poder absoluto de los monarcas.
El tránsito del estado antiguo al moderno no es casual, el aspecto más determinante puede ser el de la revolución burguesa con el desarrollo incipiente de la cultura popular. Las ciencias y las letras pasan progresivamente de los ambientes clericales y aristocráticos a ser dominio del pueblo.
De las estructuras medievales, de total escisión entre la cultura, cultivada en los cenobios, el poder, en manos de una aristocracia clerical y guerrera, y la incultura, patrimonio del pueblo, no es extraño que surgiera una configuración de gobierno como la monarquía, ajena al pueblo, en cuyos entresijos de corte se resolvían las ambiciones de unos y otros.
Quizá la decapitación de la familia real tenga en la Revolución Francesa mucho más de símbolo que de ajusticiamiento: La antítesis de dos sistemas contradictorios.
En el paradigma de los estados modernos unas pocas naciones han conservado la configuración de reinos, aún cuando el sistema de poder, democratizado, radique en el pueblo. En algunos casos la razón de esa superestructura superflua responde a la pervivencia simbólica de la pasada unión de distintos pueblos bajo la misma corona.
El problema actual, con todo, no deja de presentar profundas incoherencias internas. La justificación del papel de la corona, de una estructura de poder sin poder, no deja de ser paradójica. Como todo el poder se ejerce desde el pueblo, para que no queden porciones del mismo que le sean sustraídas, los actos de refrendo de la corona no pueden adquirir otra valoración que simbólicos.
La monarquía, por su misma esencia, se legitima en la sucesión dinástica, lo que genera uno de los aspectos más difíciles de reconciliar con los principios democráticos: La imposición de una persona para una representación pública no por su valía personal sino en función de heredad, como si un pueblo pudiera ser aún, como antaño, objeto de trasmisión. Para que la monarquía pudiera tener una mínima legitimación exigiría no la simple conformidad a la norma sucesoria, sino el refrendo del pueblo al sucesor.
Otro escollo entre los sistemas monárquicos y la democracia se encuentra en el hecho de que se vulnera el principio fundamental de la equiparidad del ciudadano ante la ley. Desde que existe la prerrogativa real, un espacio político y social queda vetado de alcanzar al resto de los ciudadanos.
Se puede argumentar, y no sin fundamento, que para las personas vinculadas a la corona, su condición supone un posible recorte o merma de libertad. En la medida que esa condición se adquiere por vinculación de sangre y no por voluntad, supone en muchos casos unas responsabilidades que muchos príncipes no quieren o no saben asumir.
Quizá la razón por la que todos los estados modernos se constituyen en repúblicas no sea otra que la imposible compatibilidad de la soberanía popular y la soberanía real. Mientras, unos pocos países conservan unas tradiciones en las que las nuevas generaciones no dejan de percibir la incoherencia de sus fundamentos políticos.