PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 4                                                                                                   OCTUBRE-NOVIEMBRE 2002
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SANTOS EN LA IGLESIA







La Iglesia Católica ha sido en la historia reiteradamente contestada por el hecho de la constitución de un santoral de hombres que asegura han alcanzado, en virtud de sus obras, la salvación eterna de sus almas.

Con independencia de la fe y creencias de cada cual, lo que sí conviene es entender el sentido del proceso de esas proclamaciones de la Iglesia.
En la contestación histórica encontramos dos argumentos importantes: 1º Que sólo Dios conoce el interior del alma. 2º Que en la vida de todo hombre conviven vicios y virtudes, pecados a veces patentes que parece obviar el juicio eclesiástico.
Es evidente que la inclusión en el conjunto de los santos canonizados de una persona es una responsabilidad muy especial, porque de alguna manera la Iglesia compromete su autoridad trascendente para emular el juicio de Dios. Es muy probable que esta función de juzgar personas y no hechos pueda ser considerada por muchos que supera la misión propia de la Iglesia, e incluso que en ella se refleja el deseo de dejar constancia del reconocimiento de sus benefactores.
Como todo en la vida de la Iglesia a través de los siglos, es muy probable que esta actividad de proclamar la santidad de vida de algunas personas esté llena de luces y de sombras; todo su quehacer es el resultado de la acertada o desafortunada actuación de su jerarquía.
Respecto a la capacidad de venerar a sus santos, no es inestimable el origen espontáneo de esta tradición, cuando en los primeros tiempos de persecución se consolidó la costumbre de venerar el recuerdo de aquellos contiguos que mártires habían entregado su vida por la fe. De ahí derivó en la historia la proclamación como santos también de quienes, no mártires, habían dado con su vida testimonio del credo y sentir cristianos. La gran diferencia se planteó en que mientras la objetividad del martirio era manifiesta, el reconocimiento del testimonio de vida cristiana ejemplar suponía de hecho una subjetividad, por más que para su conformidad se requieran milagros de confirmación.
El punto fundamental para la presunción de la dádiva de la vida eterna por parte de Dios está en la promesa de Jesucristo de salvación. Si en Jesucristo la Iglesia predica la salvación, parece lógico que de quien se considere haber vivido las virtudes allá determinadas, haya alcanzado la vida eterna. Si no, toda la enseñanza de la Iglesia estaría en entredicho. Por ello sin poder categorizar lo acaecido en lo profundo de cada alma, por las obras de cada cual se estima la realidad más probable del ser de su alma.
La evidencia del pecado de todo hombre no es obstáculo para llegar a dictaminar sobre la salvación. La esencia de la esperanza que predica el cristianismo está enraizada en la firma creencia del perdón absoluto del pecado, y por ello no existe obstáculo para afirmar sobre la salvación de hombres pecadores que por la manifestación de sus sentimientos y obras se les considere asumido un real arrepentimiento y deseo de lucha y rectificación, aún cuando sus defectos les acompañaran hasta el final.
La proclamación de la vida de los santos pudiera hacerse con una más suscita relación de los vicios que les afectaban si no fuera porque la Iglesia misma caería en la difamación, o sea, en violentar el derecho moral que toda persona tiene a que sus vicios, pecados y defectos no sean difundidos públicamente, salvo que esas personas hubieran hecho exposición expresa de los mismos.
La vida de todos los santos de la Iglesia no añaden nada a la fe, a la moral y a la relación de cada hombre con Dios. La Iglesia los proclama como ejemplo de la posibilidad de la vida cristiana y del ejercicio de las diversas virtudes. Muy probablemente la mayoría de los cristianos apenas conozcan unos pocos rasgos o anécdotas de algunos de los santos canonizados. Por ello, quizá, la trascendencia de la existencia del santoral no sea tan relevante como para fomentar la polémica fuera de los ambientes clericales y anticlericales, en donde se acostumbra a perder el tiempo y las fuerzas en absurdas disquisiciones.