TRIBUNALES INTERNACIONALES
La globalización de las comunicaciones internacionales plantean en el siglo XXI el reto de superar la estructura política mundial que surgió de la confrontación bélica de mitad del siglo anterior, por la que las naciones victoriosas impusieron el arbitrio de su dominio internacional. Cuando la dinámica social de las naciones vencidas ya no es la misma que favoreció la guerra, y cuando otras muchas naciones han accedido a la plena soberanía, parece que el orden institucional internacional habría que fundamentarlo sobre bases más sólidas que representen la aspiración de derecho de todos los pueblos.
El progreso internacional debe basarse también en una cierta independencia de poderes, de modo que la distinción de los poderes legislativos, judiciales y ejecutivos favorezcan el desarrollo de la justicia entre los pueblos y así el marco social sea el que propicie el entendimiento entre los Estados, la concordia de los intereses económicos globales y el afianzamiento de la ética de la paz.
De las instituciones surgidas en el siglo XX, las que realmente han administrado el poder han sido las ejecutivas, siendo testimoniales los desarrollos internacionales legislativos y judiciales, lo que reconoce que la política internacional dista mucho aún de los compromisos sociológicos que la democracia proclama para la humanidad.
Esta carencia de desarrollo legal internacional y de una justicia que imponga el reconocimiento de los derechos, se debe a que los Estados dominantes de la segunda mitad del siglo XX, pretendiendo seguir haciendo valer su dominio, coartan toda aspiración política que pretenda regular las prerrogativas actuales de intervención ejecutiva.
Ante la falta de desarrollo jurídico internacional y de los tribunales legítimos para administrar la justicia en los comportamientos éticos internacionales, algunas estructuras nacionales están atribuyéndose el derecho de juzgar los comportamientos penales internacionales, sin percibir la carencia de jurisdicción que les incumbe.
Cuando un tribunal se atribuye a sí mismo -porque así se lo permite la legislación de su Estado- el derecho de administrar conflictos penales internacionales, se fundamenta en que la violación de los derechos humanos fundamentales se suponen implícitamente contemplados en la legislación internacional, y por ello legítimamente perseguible de oficio por cualquier tribunal del mundo. Lo que no valoran esos tribunales nacionales es que ellos han sido constituidos exclusivamente por los ciudadanos de su Estado y de acuerdo a sus leyes particulares, por lo que no gozan de legítima autoridad fuera del marco propio de su constitución, salvo que acuerdos internacionales que representen legítimamente a un más amplio grupo de ciudadanos legitimaran la jurisdicción de esos tribunales sobre todos ellos.
Creerse con potestad para dirimir juicios, como si la misma se poseyera por un don innato o personal es un gran error, ya que esa potestad se tiene cedida por la ciudadanía sujeta a un orden político concreto, y abarca tanto como lo puede hacer la comunidad que es el límite del dominio del grupo, que normalmente, salvo acuerdos internacionales, termina en las propias fronteras del Estado. Cuando a veces unos jueces se atribuyen poder jurisdiccional sobre Estados totalitarios, no perciben que están retratando en su actitud la propia de los mandatarios de esos regímenes, cuando por su propio poder intentan imponer su ley sobre un pueblo que no les ha dotado de tal atribución.
Que haya leyes internacionales que protejan los derechos humanos representa un gran progreso de la humanidad; que haya jueces que dictaminen acerca del auténtico derecho que protegen es una necesidad para que las leyes cumplan su efectivo fin de favorecer el bien común, pero es necesario que esos jueces sean previamente revestidos de esa legitimidad por los organismos internacionales reconocidos para tal fin.
Juzgar sin jurisdicción supone una borrachera de poder como la que ejercen los Estados poderosos con la imposición por la fuerza de las armas, lo que, aunque pueda parecer que imponen la paz, no hace sino favorecer el odio contra la represión ejercida. Flaco favor a la justicia se realiza si la misma interpreta el derecho según el interés de parte, que es lo que suele ocurrir cuando un tribunal juzga a los ciudadanos extranjeros por supuestos delitos acaecidos en el otro Estado, que debieran estar sujetos a aquella jurisdicción. La acción sustitutoria no puede atribuírsela ningún poder que no hubiera sido designado por una institución internacional reconocida para tal fin.
La creación de tribunales internacionales con auténtica jurisdicción precisa previamente del acuerdo internacional sobre la legislación aplicable, sobre el sistema procesal que ampare con garantías un juicio justo, sobre la política penal y la redención de condenas, sobre la jurisprudencia y en general todo lo que constituye de hecho un orden internacional de derecho. Esto no puede hacerse desde un reducido grupo de Estados, porque tenderán a reflejar la costumbre propia, que ha creado su propio derecho, sino que se precisa el concurso de tantos Estados como cuanto se desee amplia sea su jurisdicción.
No hay que olvidar que todo orden político surge del acuerdo de la sociedad, y el poder judicial internacional que aspira a su democrática legitimación no puede hacerlo sin el auténtico respaldo popular.