PAPELES PARA EL PROGRESO
DIRECTOR: JORGE BOTELLA
NÚMERO 40                                                                                            SEPTIEMBRE - OCTUBRE  2008
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LA DEPRESIÓN MORAL


La depresión se ha constituido como una afección que afecta a la vitalidad de muchas personas, muy especialmente en Occidente, y actúa de  modo que inhibe la normal voluntad de esfuerzo para el trabajo y la lucha en la superación de las dificultades. En la causa de toda depresión pueden concurrir factores externos, circunstancias que no son fácilmente reconducibles, y factores internos, ya fisiológicos, como los que pueden provenir de una recesión en la dinámica de la actividad cerebral, ya sociológicos, como cuando se desvirtúa la valoración de las dificultades, ya mentales, como cuando se pierden las ganas de vivir. Si las dos primeras tienen recursos sanitarios, para la tercera los mismos parece que no logran aplicar remedio, y muy posiblemente sea porque la causa sea moral y no fisiológica.
La depresión moral constituye una de las incidencias que conforman una vejez prematura que, desligada del estado físico real de las personas, genera un desánimo y una falta de sentido existencial. Se admite la espera de la muerte no como la culminación y agotamiento del ciclo vital, sino como el escape o huida de una vida que se comienza a desquerer porque no retribuye con la satisfacción que se esperaba de la misma. Este envejecimiento no está ligado necesariamente a la ancianidad, pues si por vejez se entiende la conciencia de atracción de la muerte, ella también aparece en muchas personas de menor edad; piénsese, por ejemplo, en aquellas personas que deciden de propia voluntad poner fin a su vida. Por eso se habla de la depresión moral como la incidencia que genera esa tendencia de distanciamiento progresivo de lo que puede con su atracción atar a la existencia.
Quizá la causa de la depresión moral hay que encontrarla en el desamor a la vida. Este desamor puede tener una causa sicológica, como la valoración excesiva de las contrariedades experimentadas, los desengaños en las relaciones vitales o el miedo que alimenta la angustia permanente. Esas son fobias tratables y superables que no deberían trascender al estado anímico global. El desamor profundo a la vida se encuentra más ligado al sentido existencial por el que se advierte una contradicción entre la idea de lo que debería ser la vida y lo que en un determinado momento ofrece a cada persona.
El amor a las cosas radica en el entendimiento y en la voluntad. En el primero se identifican las realidades que nos incumben y se conjugan en ellas las perfectibilidades creacionales por las que de su aplicación adquiere el sujeto el sentimiento de actividad. Por la segunda, de la voluntad, se siguen las relaciones que proyectan las acciones creativas para el perfeccionamiento propio a las realidad perceptible del entorno existencial. Se ama un mundo que se conoce y cubre las expectativas personales de realización. Ese amor a la vida se encuentra muy ligado a la conciencia de actor que mueve a cada persona a ser feliz siendo protagonista de la parcela de vida que le atañe. Es la verificación de la dinámica mental por la que cada persona se siente motor del mundo y de cuya relación obtiene la sensación de conformidad y complacencia con la vida.
Cuando falta el interés por vivir, porque no se consigue satisfacción existencial, la pasividad va progresivamente adueñándose de una voluntad que no recibe del entendimiento motivaciones para dirigir la propia existencia. La falta de animación exterior reduce el espacio amoroso hacia la propia persona, pero ésta en la observación de su inadecuación al entorno termina por hasta cansarse de sí misma.
Cultivar el amor a la vida y el sentido positivo de la existencia es trascendental para edificar la personalidad sobre el optimismo con el que valora en mucho lo que la vida da y se minimizan las restricciones que confiere. Es necesario construir la ilusión por vivir mediante los esfuerzos por conducir el entorno existencial, tomando permanentemente a crédito la satisfacción de conseguir el objetivo buscado. Sopesar éxitos y fracasos se convierte a veces en un juego inadecuado, cuando el fatalismo subestima los primeros y distorsiona la trascendencia real de los segundos. Experimentar los límites que la naturaleza confiere a la persona humana debe servir para conocer cómo la mente vuela más allá de lo alcanzable, pero ello mismo constituye las metas que han orientado el progreso de la vida humana. Incluso las ilusiones insatisfechas son signo de vitalidad creativa, por más que la deficiencia de medios no permitan haberlas hecho realidad. Lo grave es no tener ilusiones porque se haya prematuramente enterrado la conciencia vital.