LIBREPENSADOR
En Latinoamérica se ha tenido por librepensador a la persona que reclama la libertad de conciencia para gobernarla según la razón, lejos de todo fanatismo trascendental.
Contemplado desde la perspectiva del librepensador, lo más definitorio de su personalidad puede que sea la pasión de independencia intelectual; muy por el contrario, la crítica externa a los mismos se ha caracterizado por considerar esa forma de pensamiento como una rebeldía a todas las determinaciones de la cultura tradicional. Ambas perspectivas coinciden en la marca de independencia, pero mientras para el librepensador supone una liberación, para la crítica tradicional representa una autarquía intelectual, próxima a la anarquía.
La filosofía del librepensamiento tiene su fundamento en el racionalismo, por el cual se considera sólo verdad a la realidad que la razón puede comprender y demostrar mediante el juicio personal, fruto del cual se estima como cierto lo que no admite elementos cuya justificación quede al margen de la mente. De este modo esta filosofía posterga cualquier trascendencia espiritual, y sólo se configura desde un naturalismo fisiquista, cuyas leyes terminarán por definir todas las realidades universales y las relaciones que existen entre cada uno de sus elementos.
La oposición entre racionalismo y religión, que se concibieron como polos opuestos en el pensamiento de los siglos XVIII y XIX, marcó al librepensamiento como una forma de expresión del ateísmo o el agnosticismo; condena que arrastraba un desprestigio a la pasión por conocer en función de la razón. En tanto que el racionalismo desmontaba muchas tradiciones fanáticas de la sociología religiosa, la teología se empleaba en denunciar del racionalismo la debilidad de una teoría que no explica la realidad cósmica, la libertad, la conciencia... respuestas que la filosofía racional ha dejado tan abiertas como puede ser la posición teológica de una realidad trascendente.
Un gran escollo para los librepensadores, que huyen de todo atisbo de fanatismo, lo han constituido filosofías materialistas, como el marxismo o el existencialismo, que han exigido, en su defensa del ateísmo, una fe a sus tesis próximas a una religión, y cuya defensa, por hacerlas valer en el mundo, han causado tantas víctimas como las que se critican por la intolerancia religiosa. Es cierto que cualquier honrado librepensador no hubiera admitido la sumisión de la razón a teorías filosóficas más idealistas que racionales, pero la proximidad de muchas actitudes al desmarcarse de la tradición trajeron para muchos una confusión intelectual en el difícil panorama de ideas de la primera mitad del siglo XX.
La influencia del librepensamiento se ha hecho notar sustancialmente en el mundo tras la última gran guerra, donde el impulso científico se ha impuesto como baluarte de la razón, aunque siguen quedando reductos de la conciencia cuya incertidumbre intelectual continúa sosteniendo el misterio de la vida. Frente a la corriente más ortodoxa del librepensamiento limitando la verdad al juicio racional, han surgido quienes compatibilizan una forma de conocimiento basada en la interiorización de la mente, por la que se concede una categoría de conocimiento a la intuición y la experiencia sicológica que siguen a la vivencia cotidiana de cada individuo. Tratan quienes piensan así que aunque no se puedan conceder carácter científico a las vivencias mentales, y por ello hacerlas ley universal, no por ello para cada persona pueden ofrecerle tanta seguridad como su mente le depara. De este modo un librepensador, hoy en día, se encontraría más definido por el distanciamiento del dogmatismo que del mero positivismo científico, por cuanto su experiencia mental le abre posibilidades de entendimiento a respuestas que precisa sobre su realidad vital, sin ceder a caer en el escepticismo que la ciencia le pudiera ofrecer acerca de muchos aspectos de la vida. Quizá por ello, el librepensador se identifica cada vez más con la persona intelectualmente tolerante, que confía en la ciencia, pero también valora una experiencia ética personal que lo inclina a obrar el bien como una verdad existencial más allá de las definiciones del equilibrio científico. El inmenso respeto que el honrado librepensador tiende a tener por la persona se presenta como un gran interrogante sobre la causa y condición del mismo; en especial cuando los afectos trascienden el límite lógico de la correspondencia debida y se constituyen como un objetivo de bien que traspasa tantas veces las fronteras de la propia cultura y arrastra a implicarse en compartir los problemas de gentes teorícamente muy ajenas, tan próxima, en algunos aspectos, a los de un religión desdogmatizada.