DERECHO Y DEBER EN LA EDUCACIÓN
La distinción entre lo que entraña un derecho y un deber en el ámbito de la educación con frecuencia no está bien considerado por todas las partes intervinientes, ya que se reclaman derechos cuando lo que competen son deberes, pues quien realmente posee derecho a la educación es el educando: el niño, el adolescente, el joven.
Es frecuente el conflicto social que surge entre padres y estamentos educativos cuando ambos reclaman el derecho de dirigir la educación de los hijos, unos alegando el derecho de paternidad y los otros el derecho derivado de su responsabilidad profesional. Pero esta situación no debe ser considerada como un conflicto de derechos sino de deberes, ya que no hay derechos que se excluyan, sino deberes que se complementan.
Muchos padres confunden que la educación de los hijos les atañe como una responsabilidad que establece un derecho sobre el hijo frente al resto de la sociedad, por el cual su voluntad de regir la educación del mismo es prioritaria a cualquier otro derecho que pueda ostentar otra persona o comunidad social, incluso el Estado. En esta percepción existe un error esencial de concepto, y es el que el derecho a la educación no reside en el padre sino en el hijo, cuyo derecho a ser bien educado es correlativo al deber del padre a realizarlo de así.
Contemplado de esta manera, el derecho subjetivo del hijo a ser educado lo es esencialmente respecto a la forma y al contenido: Respecto a la forma, en ser educado en continuidad, en progreso y con pedagogía; respecto a los contenidos, en verdad y en coherencia. Este derecho entraña un deber primario para la voluntad de los padres, que se deriva de la relación paterno-filial, por el que, en cuanto se es libre por optar a la paternidad, se adquiere el deber de velar por la integridad física y sicológica del hijo, la que incluye preeminentemente la faceta educativa para el desarrollo pleno de su personalidad.
El error conceptual de confundir derecho y deber en la función educativa de los padres se deriva de considerar a los hijos como cosa suya, cuando éstos, por su condición de persona, son esencialmente propios y libres, y sólo se pertenecen a sí. Por eso los padres pueden tener derecho a las cosas propias, pero no sobre los hijos, al menos en el periodo de su formación, porque, como personas, no les afecta una relación de dependencia posesiva -sería un acto de esclavitud- sino una dependencia relativa, que supone un deber y no un derecho.
La conjugación de deberes entre los padres y el entorno social educativo responde al derecho de los hijos de ser educados en sociedad y no aisladamente, pues la dimensión social natural de la persona constituye un determinante trascendente de su personalidad. Desde esta perspectiva el deber de educar a las nuevas generaciones incumbe a la sociedad misma, integrando los deberes de los padres, de los profesores y de las instituciones. Todos ellos deben ser articulados convenientemente para que desde niño a joven se consiga esa educación continuada, progresiva y pedagógica en la forma, y en verdad y coherencia en los contenidos.
Una de las dificultades intrínsecas de la educación es la asignación de los contenidos de verdad a la ciencia con la que se instruye, y a veces es aquí donde se pretende esgrimir derechos exclusivos de paternidad o de cátedra, de tradición o de modernidad, de familia o de Estado, por la diversa subjetividad con que puede ser contemplada la diversidad existencial.
Esa aproximación objetiva a la verdad con la que perfeccionar su personalidad es el mayor derecho del hijo, tanto frente a los padres como al resto de la sociedad, y por tanto el ajustarse a atender ese derecho se consigue en gran parte por la asunción de que la mejor manera de cumplir el deber es relacionar y converger las variadas ideas para lograr una educación plural en valores tan tolerante como lo debe ser la misma sociedad.